Entre liras, pastores y geopolítica en Turquía

En las últimas semanas llegó la tormenta que se avecinaba. Luego de meses de disputas, las relaciones entre los Estados Unidos y Turquía llegaron a una de las peores crisis desde la Segunda Guerra Mundial. Entre ambos países chocaron las diferencias bilaterales marcadas, por un lado, por la detención del pastor estadounidense Andrew Brunson por supuestos vínculos con el intento fallido de golpe de Estado en Turquía del 2016 y, por el otro, por las discrepancias en relación a la guerra en Siria y el coqueteo –cada vez más fortalecido– de Turquía con Rusia.

El 15 de julio del 2016 es la fecha más importante de los últimos años de Turquía. Aquella noche, mientras el presidente Recep Tayyip Erdogan estaba de vacaciones, una sublevación militar intentó desalojarlo del poder. Los implicados en el intento de golpe de Estado bombardearon el Parlamento pero no lograron su cometido, ya que el propio presidente convocó a sus fieles –a través de una videollamada por el canal de noticias CNN Türk– a salir a las calles a enfrentar a los militares. A la mañana siguiente, el levantamiento estaba derrotado, con un saldo de 290 muertos.

A partir del día siguiente, Erdogan inició un proceso para castigar a los implicados en el hecho y denunció como máximo responsable a su antiguo aliado político, el clérigo Fethullah Gülen, a quien acusó de liderar un “Estado paralelo”. El principal problema que tenía el gobierno turco, y que todavía tiene, es que Gülen vive, desde 1999, en el Estado norteamericano de Pensilvania. A dos años del intento de golpe, Estados Unidos se negó reiteradas veces a extraditarlo, porque las pruebas que pesan en su contra no son suficientes. La negativa estadounidense es una de las principales causas de la escalada de tensiones que viven ambos países hoy en día.

El plan de Erdogan de castigar a los culpables, que implicó la declaración del estado de emergencia por casi dos años, ha provocado una verdadera purga contra todo tipo de oposición y críticos de su gobierno. Más de 100 mil trabajadores públicos fueron despedidos por supuestos vínculos con Gülen; más de 1.500 grupos civiles y más de 150 medios de comunicación fueron cerrados; Turquía se convirtió en el país con más periodistas encarcelados en todo el mundo y más de 40 mil personas fueron detenidas.

Una de las personas encarceladas es Andrew Brunson, un pastor evangélico norteamericano que lideraba una pequeña congregación religiosa en la ciudad de Izmir. Se encuentra detenido desde el 2016 bajo los cargos de tener vínculos con Gülen y, al mismo tiempo, con el Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK). La acusación en su contra demuestra la debilidad de la causa porque, al mismo tiempo, se lo acusa de ser partícipe del movimiento gülenista, islámico y con una fuerte impronta nacionalista, y de una guerrilla kurda anticapitalista y separatista. Una situación imposible de explicar en la vida cotidiana.

A los Estados Unidos no le gustó que otro Estado detenga a sus ciudadanos –hay más de 20 estadounidenses detenidos tras el intento de golpe de Estado– con argumentos tan débiles y exigió, en reiteradas ocasiones, que sea liberado. La figura de Brunson, un hombre que practica la misma religión que el vicepresidente Mike Pence, ha repercutido en toda la política de Estados Unidos, tanto exterior como interior, en un año electoral.

Las exigencias de los Estados Unidos por su liberación, en un primer momento lideradas por el Parlamento y sus congresistas, pareció llegar a buen puerto cuando Donald Trump y Erdogan se reunieron en la última Cumbre de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), realizada el pasado mes de julio. En aquel momento ambos mandatarios se mostraron sonrientes ante las cámaras y la prensa turca dejó trascender que Trump había halagado a su par turco. La esperanza duró poco, porque días después la Justicia turca negó la libertad de Brunson y, en cambio, ordenó que esperara el juicio en prisión domiciliaria.

Días después, a través de una publicación del diario The Washington Post, se conoció que Trump y Erdogan, durante la Cumbre, habían llegado a un supuesto acuerdo por el cual Estados Unidos se comprometía a interceder ante Israel por la liberación de la ciudadana turca Ebru Özkan, presa por supuestos vínculos con el Movimiento de Resistencia Islámico (Hamás), mientras que Turquía liberaba a Brunson. Estados Unidos cumplió y Özkan fue liberada, pero Brunson no tuvo la misma suerte. Erdogan dijo que tal acuerdo nunca existió y que su país no se había comprometido a liberar al pastor y alegó, una vez más, que la Justicia en su país es “independiente”. Por su parte, la Secretaria de la Casa Blanca, Sarah Sanders, dijo hace pocos días que Trump “tiene una gran frustración”.

Luego de la negativa turca, la crisis se agravó. Estados Unidos le impuso sanciones, de congelación de activos y prohibición de realizar transacciones económicas, al ministro de Justicia, Abdulhamit Gül , y al ministro del Interior, Süleyman Soylu, por “desempeñar un papel destacado en las organizaciones responsables del arresto y la detención del pastor Andrew Brunson”. La principal denuncia de la administración Trump es que Turquía encarceló al pastor como un rehén ante la negativa de extraditar a Gülen. Este argumento encuentra solidez ante una propia frase de Erdogan, quien dijo: “Dennos a nuestro pastor y nosotros les daremos al suyo”.

La crisis continuó su escala ascendente cuando Trump decidió, luego de amenazar a Turquía, aumentar los aranceles del acero y del aluminio turco a un 50% y un 20%, respectivamente. La medida golpeó fuerte en Ankara ya que Washington es su principal cliente en la industria siderúrgica, con el 11% de sus ventas. Su moneda nacional, la lira, cayó estrepitosamente en relación al dólar, profundizando una crisis económica que Turquía atraviesa en el último tiempo.

Ante estas medidas, Erdogan decidió no dar el brazo a torcer e inició una retórica nacionalista en la que denuncia que Turquía es víctima de una “guerra económica”, y aseguró: “Si ellos tienen al dólar, nosotros tenemos a Dios”. Su campaña encontró buena repercusión entre la sociedad y, especialmente, entre los seguidores de su discurso islámico y nacionalista. El presidente turco llamó a sus fieles a vender su oro y sus dólares para intentar frenar la caída de la lira, que en este 2018 ya cayó un histórico 46% (el máximo anterior había sido de un 36% poscrisis del 2008). En este camino, el 15 de agosto Turquía aumentó los aranceles de algunos productos norteamericanos, entre ellos las autopartes (120%), las bebidas alcohólicas (140%) y el tabaco (60%). Además, amenazó con boicotear la tecnología de Estados Unidos y en los últimos días se hicieron virales los vídeos de ciudadanos turcos rompiendo celulares iPhone o tirando Coca Cola por el inodoro.

Mientras las tensiones aumentan con Estados Unidos, las relaciones bilaterales entre Turquía y la Unión Europea muestran signos de leve mejoría. Dos soldados griegos, detenidos tras cruzar la frontera turca y que enfrentaban cargos de espionaje, fueron liberados luego de una crisis bilateral. El primer ministro griego, Alexis Tsipras, dijo que fue un “acto de justicia que contribuirá a la amistad, a las buenas relaciones de vecindad y a la estabilidad en la región”. Además, la Justicia turca liberó al presidente de la rama turca de Amnistía Internacional (AI), Taner Kiliç, y eliminó la prohibición de abandonar el país que pesaba sobre la periodista alemana de origen turco, Meşale Tolu. Estas acciones indican que Turquía es capaz de retroceder en algunas de sus decisiones si los países se lo retribuyen; por ahora, este no es el caso de Estados Unidos.

Las tensiones entre los Estados Unidos y Turquía están lejos de terminar. Nada hace indicar que ninguno de los dos países retroceda en el corto plazo sobre sus pasos y que las relaciones vuelvan a su curso. El discurso nacionalista de Erdogan encuentra buena repercusión entre su público y le sirve para culpar a un agente externo de los males de la economía nacional, tanto de la caída de la lira como de la inflación que ya supera el 15%.

Las relaciones bilaterales también están marcadas por otros problemas que tampoco parecen tener una solución cerca. En los últimos meses, Turquía ha avanzado en su plan de adquirir el sistema antiaéreo de defensa ruso S-400, lo que ha chocado, inevitablemente, con la propia OTAN y con su misma intención de comprarle más de 100 aviones F-35 a los Estados Unidos. La compra a Moscú imposibilitaría la compra a Washington porque, al obtener ambos productos, Rusia podría adquirir conocimiento sobre los aviones norteamericanos que, hasta el momento, desconoce. En este sentido, el Congreso estadounidense aprobó una resolución que prohíbe la entrega de los aviones y Ankara ha amenazado con recurrir a organismos internacionales.

Además, en la mesa de las negociaciones está la condena que recibió Mehmet Hakan Atilla, vicepresidente del Banco estatal turco Halkbank, a 32 meses de prisión tras haber sido declarado culpable de participar en una trama para evitar las sanciones económicas impuestas por Estados Unidos a Irán. Turquía calificó este hecho como “injusto” y “desafortunado” y aseguró que representó “una injerencia sin precedentes en los asuntos internos de Turquía”.

La relación bilateral entre Turquía y Estados Unidos establecida post Segunda Guerra Mundial hoy en día está en su peor crisis y sus causas, por ahora, están lejos de resolverse. Tanto Trump como Erdogan, dos hombres fuertes, nacionalistas y personalistas, apuestan a ganar una batalla que será decisiva para demostrar el poder de sus respectivos países. Por ahora ninguno ha dado el brazo a torcer y han demostrado que no lo piensan hacer.

FUENTE: Lucio Garriga Olmo /L’Ombelico del Mondo