Erdogan arremete, ¿quo vadis, Turquía?

El presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, continúa agravando las tensiones con líderes europeos a la par que incrementa la presión dentro y fuera de su país para eliminar todo atisbo de oposición o crítica a su proyecto neo otomano. Esta vez Erdogan la emprende con Angela Merkel de Alemania, acusándola de proteger a terroristas kurdos en suelo alemán. Asimismo, tildó de nazi la actitud de las autoridades holandesas cuando éstas prohibieron la celebración de mítines políticos en su territorio por parte de ministros turcos, a favor del referéndum del próximo 16 de abril con el que Erdogan busca consolidar sus ya abultados poderes.

El Presidente turco parece decidido a continuar con su deriva autoritaria, presionando a gobiernos de países aliados a expulsar a ciudadanos turcos, acusados de vínculos con el nuevo chivo expiatorio de la política oficialista, el movimiento de Fetulá Gulen, principal sospechoso de haber orquestado el fallido golpe de Estado del pasado julio. Tal es el caso de Qatar, país que decidió expulsar a decenas de estudiantes y profesores turcos residentes en el emirato, sin explicación plausible alguna.

Desde 2011 Erdogan introdujo una sigilosa pero eficaz revolución islamista, levantando la prohibición del velo en oficinas e instituciones públicas, limitando la venta de alcohol o cancelando un festival para promocionar la bebida popular conocida como raki, un licor con sabor a anís. Sin embargo el presidente turco no se quedó sólo en símbolos sino que ordenó ejecutar un plan de adoctrinamiento de las generaciones jóvenes, con el que ha forzado la enseñanza del Islam en el sistema educativo otrora secular de Turquía. De esta forma se han abierto hasta 80 nuevas mezquitas ubicadas dentro del campus de universidades públicas, se introdujo la clase de religión musulmana como obligatoria en la primaria y se aumentó la carga horaria de dicha materia en la secundaria.

Además, Erdogan se esfuerza por legitimar su agenda política como si la misma hubiera sido ordenada por un poder superior. Ordenó construir la mezquita de la colina Çamlica, el punto más alto de Estambul, con el esplendor característico de los sultanes, de ahí que cuente con seis minaretes. Y alteró los símbolos patrios. La bandera nacional luce ahora la estrella fuera de la media luna, la cual representa al Islam mundialmente y cambió algunas notas e instrumentos del himno para asemejarlo al de la etapa otomana.

Erdogan tensa la cuerda con Europa apartándose de la actitud conciliadora y el talante negociador de antaño, cuando su objetivo era avanzar en la adhesión de Turquía al club de privilegios que todavía representa la Unión Europea. Su activa participación en la OTAN le otorga, sin duda, un considerable margen de maniobra, pero sus continuas invectivas empiezan a hacer mella entre sus socios europeos, que le recuerdan quién necesita a quién, tal como espetó recientemente el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker.

Erdogan está dispuesto a cumplir su sueño de convertirse en el gobernante que devuelva a Turquía el esplendor e influencia de la etapa imperial otomana, cueste lo que cueste. No obstante, es dudoso que pueda concretar su objetivo si para ello continúa arrollando cual locomotora descontrolada. Turquía intensifica su lucha armada contra los grupos kurdos en su territorio y en el de Siria, amenaza a la UE con romper un pacto migratorio de dudosa legitimidad y validez al menos desde el derecho internacional, carga las tintas de una sociedad europea que enfrenta el ascenso del populismo nacionalista y xenófobo, y coquetea con Irán y Rusia, alejándose así de la alianza suní para desactivar los conflictos de índole sectaria que asolan a Medio Oriente.

Erdogan se aleja así del político astuto que inició una serie de reformas históricas cuando aún aspiraba a cumplir con el acervo cultural de la UE. De haber continuado por esa senda podría haberse convertido en el nuevo Atatûrk o padre de los turcos de la etapa actual, respetando los derechos individuales de cada ciudadano al tiempo que construía un modelo real de democracia islámica.

La historia se repite. Así como el imperio otomano colapsó en gran medida por la decadencia política interna, el ejercicio arbitrario del poder y graves violaciones a los derechos humanos, Erdogan no podrá resucitar el imperio ni ser un gran gobernante si para ello erosiona y limita libertades civiles básicas como el derecho a expresarse libremente y soñar.

FUENTE: Susana Mangana/El Observador, de Uruguay