Metamorfosis en los campos para las mujeres del ISIS + Video

Luna Fernández junto con uno de sus hijos ven un mensaje en video enviado por su abuela Manuela Grande desde Madrid.

Widad no puede evitar menear la cabeza al ritmo del videoclip Con altura, en el que cinco bailarinas embutidas en ceñidas ropas se contonean junto a la cantante española Rosalía. Al otro lado de la pantalla, y a ras de suelo en una carpa del campo de Al Roj para familias de los yihadistas del Estado Islámico (ISIS, por sus siglas en inglés), en el noreste de Siria, seis mujeres occidentales se sientan con las piernas cruzadas alrededor del televisor, cuyo mando controla Widad, alemana de 34 años. Escuchar música o bailar estaba prohibido en el califato. Labios pintados, orejas atiborradas de pendientes, pelos teñidos de rojo o alisados, y vaqueros o elegantes zapatos contrastan con el océano de abayas que les rodean en las otras 800 tiendas que se cuentan en estas instalaciones custodiadas por milicias kurdo-árabes aliadas de la coalición internacional. “El pasado 8 de marzo, día de la mujer, decidimos quitarnos el velo”, cuenta Widad, madre de cuatro pequeños engendrados por dos maridos yihadistas.

Dos de las mujeres asienten, mientras que Shamima Begum, de 21 años y cuya nacionalidad británica le ha sido retirada por pertenencia al grupo terrorista, asegura que se despojó del velo hace ya más de un año. Serán las únicas palabras que salgan de la boca de esta joven que, a los 15 años, se fugó del instituto para subirse a un avión y viajar al califato. “Mi abogado me ha prohibido hablar con los medios de comunicación”, admite tras posar coqueta ante la cámara con una gorra de cuero negra, gafas de sol y mallas.

“¡Yo también me lo quité hace un año!”, se apresura a decir Huda, estadounidense-yemení de 26 años. “Antes me vi oprimida, primero por mi familia, después por el ISIS y luego por las mujeres de este campo”, relata al tiempo que se anuda un lazo rojo alrededor del cabello y se maquilla usando la pantalla del móvil como espejo. Tres de las otras cuatro mujeres han seguido sus pasos, en una nueva voltereta tan radical como la que las llevó a enfundarse un niqab -velo integral- y abaya negros tras viajar a Siria junto con sus maridos yihadistas.

“No es un cambio que se produzca de un día para otro”, precisa Widad. Las mujeres niegan que se trate de una estrategia recomendada por sus abogados para ser repatriadas a sus países de origen. “No es una cuestión de dar una imagen favorable a la opinión pública porque estamos poniendo nuestras vidas en peligro”, interviene una joven occidental que solicita el anonimato. “A mí, las mujeres del campo me apedrearon y me golpearon con un martillo en la cabeza”, interviene Nawal, holandesa de 35 años, y la única de las seis que ha decidido no desprenderse del velo aunque sí de la abaya. “A mí me amenazaron con quemarme viva si no me volvía a cubrir”, se suma Huda. Todas ellas dependen ahora de la protección de las milicianas kurdas que custodian el campo de Al Roj.

Al igual que la mayoría de las yihadistas apresadas tras la caída del califato, en marzo de 2019, estas mujeres argumentan que viajaron engañadas, atraídas por la propaganda del ISIS junto a sus maridos para “defender a los hermanos musulmanes sirios que el régimen (de Bashar Al Asad) estaba matando”. Defienden que, una vez dentro del califato, “es imposible salir”. Nawal, que se sumó dos años al ISIS y lleva los últimos cuatro en Al Roj, apunta: “Llevo más tiempo en este campo que el que estuve en el califato”.

El polvoriento oasis de Baguz se convirtió hace dos años en el sepulcro del califato tras la victoria proclamada por las Fuerzas Democráticas Sirias (la alianza opositora dominada por milicias kurdas) y la coalición internacional contra el ISIS. De allí, salieron las madrileñas Luna Fernández Grande y Yolanda Martínez, que tras varios meses en Al Hol fueron trasladadas a Al Roj.

“No voy a entrar a debatir sobre mis elecciones o no, estoy cansada”, da por respuesta Grande, que accede a dar una segunda entrevista a EL PAÍS cuando se cumplen 24 meses de la última, a su salida de Baguz. Pide que le devuelvan a su hijo mayor, Abdurrahman, de 13 años, que el pasado mes fue trasladado a un correccional para menores. “Si hay un poco de misericordia no van a separar a los niños de sus madres, cuando Abdurrahman ha pasado por la guerra, ha perdido a su padre y la única familia que le queda son su madre y sus hermanos”, expone desviando la vista de la cámara.

Grande, quien creció en un centro de acogida de Madrid, afirma no querer que su hijo pase por lo mismo que pasó ella. En silencio observa un vídeo que le hace llegar su madre, Manuela Grande, desde Madrid, animándola a que sea “fuerte por los niños”. Preguntada sobre su parte de responsabilidad por traer a sus cuatro hijos a la guerra y parir una niña en la misma tienda que habita hoy, guarda silencio. “Si España no nos quiere, que abran las puertas de este campo y nos dejen libres”. “No quiero retornar a España si he de cumplir pena de cárcel y ser separada de mis hijos; solo quiero estar con mis hijos, me da igual dónde”, dice antes de despedirse a las puertas de su carpa, en la que acoge también a otros cuatro huérfanos españoles cuyos padres yihadistas murieron en la batalla de Baguz.

Yolanda Martínez, que rechaza ser entrevistada, solo llega a decir: “Yo quiero estar con mis hijos y con mi marido que hace tres años que no le veo y no tengo noticias suyas”. Omar Al Harshi es el padre de sus cuatro hijos, todos menores y cautivos en Al Roj, y uno de los dos únicos combatientes yihadistas españoles que se han identificado en las cárceles kurdas. Esta madrileña crecida en el barrio de Salamanca asegura que no ha hecho “nada más que cuidar de los hijos y de la casa”, durante sus cinco años en el califato. Hala, sin embargo, encargada de la seguridad de estas instalaciones, alerta: “Yolanda es peligrosa y se junta con las más radicales del campo”.

A los campos para familiares del ISIS fueron a parar tres mujeres españolas y 18 menores, de los cuales tres están en paradero desconocido desde febrero de 2020, tras la fuga organizada por su madre, la marroquí Loubna Fares, del campo de Al Hol. En una tienda cercana a la de Martínez habita también Romina Sheer junto con sus tres hijos, viuda de un yihadista que desempeñó un importante papel en la propaganda del grupo terrorista. Alemana de padre español, ha solicitado ser repatriada a España, donde vive su madre.

Al Roj no solo está menos masificado que otros campos, sino que las mujeres son menos violentas y las tiendas están mucho mejor equipadas, con televisores, parabólicas y electricidad. Las yihadistas extranjeras aquí disponen de un mercado donde acuden a comprar comida y demás enseres tras pasar por la ventanilla de una suerte de banco donde reciben transferencias mensualmente de sus familias, con un límite de 300 a 400 euros. Allí corretean en triciclos pequeños rubios, pelirrojos o de ojos azabache entre un mar de abayas de colores, ya que la administración del campo ha prohibido el negro, color omnipresente en el campo de Al Hol.

“Nosotras nos escapamos en 2017 del califato aprovechando el caos tras la caída de Raqa (la que fue capital de facto del califato)”, prosigue en la tienda Widad. Las seis mujeres aprovechan para lanzar un llamamiento a sus países pidiendo ser repatriadas y juzgadas. “Estamos presas en este campo y como prisioneras tenemos derecho a un juicio justo”, argumenta Nawal. “Que al menos se lleven a nuestros hijos. No es justo que estén pagando por los errores que nosotras cometimos”, acota la joven que rehúsa ser identificada. “Cada mujer en este campo tiene una historia propia. Muchas son radicales pero muchas otras pueden cambiar, porque llegamos aquí huyendo de un pasado traumático”, arguye la joven, que sostiene haber sufrido continuos abusos en su infancia.

“Lo que pasó, pasó”, zanja Widad. Asegura que ellas ya no suponen un peligro para sus sociedades y que están dispuestas a ayudar a sus gobiernos a desradicalizar a otras mujeres. Hoy, estas seis mujeres representan una pequeña minoría entre las más de 40.000 mujeres cautivas en los campos. Se dicen ideológicamente fuera del ISIS y piden una salida de Al Roj para responder ante la justicia de sus respectivos países. “Somos también víctimas del ISIS”, sostienen. Y, como el resto de las yihadistas cautivas, niegan haber participado en los crímenes cometidos durante un lustro por el ISIS sobre el resto de mujeres y niños sirios, iraquíes o sobre miles de yazidíes que fueron secuestradas, violadas y asesinadas en nombre de la bandera negra del califato.

FUENTE: Natalia Sancha (con la colaboración de Khabat Abbas) / El País

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