Mi infancia kurda en la Bagdad de Saddam

Saddam Hussein: fue un nombre infame que evoca muchas imágenes inquietantes de sus innumerables víctimas. Bagdad: fue una ciudad una vez gloriosa, que pasó del centro histórico de la civilización a un Estado policial distópico, inmaculadamente arreglado y bordeado de palacios presidenciales, a una pila saqueada de escombros bombardeada en medio de estanques de crudas aguas residuales.

El hombre que supervisó las dos últimas transiciones, el “presidente” vitalicio de Irak, Saddam Hussein, eventualmente sería sacado de una cueva de ratas y amarrado con una cuerda. Pero dos décadas antes, a lo largo de 1980, Saddam era el “salvador” de Irak, un rostro con bigotes que vigilaba a cada uno de sus “pueblos”, lo que me incluía a mí, en contra de mi consentimiento.

Si bien la brutalidad de Saddam podría aplicarse igualmente a sus oponentes políticos o religiosos y a varias etnias, los kurdos del norte de Irak (Kurdistán del Sur) soportaron una carga especialmente pesada de sus ataques. Sobre todo en el genocidio Anfal (1), del año 1988, simbolizado por el gaseo de la ciudad de Halabja. Sin embargo, el enfoque de esta reflexión no es un análisis macro más amplio de las políticas baazistas del Irak hacia los kurdos, sino mi experiencia única como niña kurda que creció en Bagdad, justo en el proverbial vientre de la bestia, bajo el reinado dictatorial de Saddam de la década de 1980.

Saddam siempre está observando

Hay muchos hilos que, juntos, tejen este tapiz de dolor y trauma por lo que realmente no hay un lugar lógico desde el cual empezar. Dicho esto, cualquier discusión sobre la Bagdad de Saddam debe comenzar con el culto a la personalidad al que estábamos sometidos a diario. Su imagen estaba literalmente en todas partes, en todas las escuelas, negocios, edificios públicos e incluso casas privadas. Su rostro te seguía en las calles, como estatuas en las plazas de la ciudad, y te miraba desde detrás de cada puerta.

Las imágenes pintaban a  Saddam como una figura militar heroica y profética. Se le veía con espadas y montando caballos, y en esculturas en las que su rostro estaba cubierto con un casco esculpido con forma de domo de mezquita. Fue retratado como una mezcla entre Nabucodonosor y Hammurabi, un icono histórico gigante que era sólo superado por el profeta Mahoma.

Naturalmente, estas imágenes fueron atractivas, al principio, para una niña kurda como yo. En la televisión, Saddam era presentado como un hombre de familia amoroso, un protector del pueblo, un defensor de los pobres y del mundo árabe. Fue en esta última faceta en donde comenzó la confusión. ¿Dónde nos dejaba eso a los kurdos?, me pregunté. Era obvio, para mí, que mi kurdicidad era un problema, porque mis padres me prohibieron hablar nuestro idioma en público cuando me encontrara en las calles de Bagdad.

En su deseo de mantenerme a salvo, insistieron en que en público solo podía usar el árabe, un idioma que nunca aprendí hasta que comencé la escuela, a los seis años. Mirando hacia atrás, nunca olvidaré esas miradas de miedo en las caras de mis padres cuando accidentalmente decía algo en kurdo cuando estaba en Bagdad, antes de ser rápidamente corregido mientras revisaban quién estaba cerca y podría haber escuchado esta posible “traición”.

Fue sólo más tarde cuando entendí completamente de qué me estaban protegiendo. Las dos amenazas predominantes a las que nos enfrentamos en Bagdad era ser visiblemente kurdos y el terror del régimen de Saddam, que podía atacar tanto a los kurdos como a los árabes con la misma crueldad.

En cuanto a nuestra condición kurda, mis padres me explicaron que no debía decir a mis profesores ni a nadie que era kurda, pero que tampoco debía mentir. Este dilema moral lo fallé varias veces, lo que me llevó a decir que era una kurda durante el interrogatorio habitual que los niños enfrentaban de sus maestros, para medir la lealtad de la familia a nuestro “querido líder”.

Afortunadamente, nunca dije nada negativo contra Sadam, pues incluso mis compañeros de clase árabes que fallaron en esas sesiones de preguntas y respuestas, y admitieron que a sus padres no les gustaba el régimen, podían encontrar a toda su familia desaparecida, o a las mujeres de la casa violadas, y al padre torturado y encarcelado durante décadas.

En ejemplos más atroces, los agentes secretos decapitaban a los supuestos enemigos de Saddam y dejaban las cabezas cortadas fuera de sus hogares para deshonrar y avergonzar a familias enteras.

Los secuaces de Saddam violaban a las niñas y mujeres del hogar, y las filmaban en cintas de video que luego enviaban a los hombres de la familia. En este último caso, Saddam sabía que esta sería la herida final, aún peor que la muerte, en una sociedad socialmente conservadora y religiosa que guardaba la “pureza” de las mujeres y valoraba el honor de la familia incluso por encima de sus vidas.

Naturalmente, debido a las consecuencias mortales, mis padres no nos hablaron honestamente sobre los crímenes de Saddam en nuestra casa, por temor a que cualquiera de nosotros repitiera alguno de sus comentarios en la escuela y un escuadrón de la muerte terminara asesinándonos a todos.

Reflexionando, aunque no pude verlo en ese momento, ahora entiendo ese pequeño atisbo de angustia, que siempre se mostraba en los rostros de mis padres mientras escondían la verdad para mantenerme con vida a mí y a mis hermanos. A pesar de que eran personas honestas y honorables, sabían que la dictadura de Saddam no les mostraría a ellos y a sus hijos misericordia alguna por reconocer la verdad.

Esa es probablemente la herida más profunda de crecer bajo semejante tiranía: que te hagan vivir una mentira, de llevar una sonrisa falsa que coincida con la que Saddam llevaba en todos los carteles, y de temer que, debido a que tus documentos de identidad decían que eras kurdo, tenías el doble de motivos para ser secuestrado a la luz del día y nunca más ser visto.

Mejor tener miedo del enemigo extranjero

Otro monstruo de mi infancia en Bagdad fue la larga guerra de Irak con Irán, un conflicto que parecía que nunca terminaría. Durante los bombardeos nocturnos y los ataques a Bagdad, nos apresuraban a bajar a una habitación sin ventanas, para ahí esperar las explosiones. Recuerdo que mis padres me enseñaron a temer a las ventanas, porque sabían que nuestras posibilidades de ser asesinados aumentaban si nos paramos frente a una. Mientras trataba de dormir durante los bombardeos, encontré algo de consuelo en mi manta, de la cual llegué a creer que de alguna manera me protegería.

Y es revelador que décadas después, mientras duermo en una cama en Europa, todavía me encuentro tapándome en las noches de verano a pesar del calor, como si esa niña traumatizada todavía viviera dentro de mí.

Mis padres también me enseñaron a orar a Dios cuando tenía miedo, lo que trajo confusión más tarde, cuando vi a los propagandistas de Saddam acusando a los kurdos de ser “infieles” o no “musulmanes reales”. Pero esa es una manera útil de ver al Irak de Saddam, un lugar donde los kurdos nunca fueron lo suficientemente leales, o plenamente confiables por un régimen baazista centrado en la superioridad árabe.

Como una salida creativa para este trauma de guerra, comencé a dibujar imágenes de la ciudad siendo bombardeada por aviones de guerra, los cuerpos en la calle y el cielo negro, lo que recuerdo que lastimó gravemente a mis padres. Comenzaron a sentirse culpables por no ofrecerme la infancia ideal que todo niño y niña merecen. Después de enterarme del dolor que mi precisión les causaba, comencé a representar el sol y los cielos azules en mis dibujos, pero sabía que no era cierto, otro más de una larga línea de mitos que te dices a ti mismo y a los demás que van sobreviviendo.

Una noche, que todavía me persigue, me llevaron al hospital mientras estaba extremadamente enferma, y vi a una familia llorando a su hijo de 18 años que acababa de morir en la guerra. Todavía recuerdo ver su cuerpo y escuchar los gritos chillones de su madre, mientras lloraba con un dolor que los seres humanos no están hechos para tolerar. Los gritos de la familia y la visión de todos ellos golpeándose a sí mismos, como si golpearse la cara traería a su hijo de vuelta, ha permanecido conmigo toda mi vida.

Ver a tu familia ser cazada en la televisión

Cuando el genocidio de Anfal comenzó a cocerse a fuego lento, mi familia se preocupó mucho. Las fuerzas de Saddam estaban sometiendo a los kurdos en un genocidio implacable, pero también estaban centrando su ira geográficamente en las zonas kurdas del norte de Irak, y en particular, en el área donde vivía la mayor parte de mi familia. Cuando comenzó la campaña genocida, perdimos el contacto con todos nuestros familiares, lo que hizo que mis padres sufrieran en silencio y agonía todas las noches.

Para encontrar consuelo, mis padres leían el Corán, una ironía especialmente oscura, teniendo en cuenta que en las noticias cada noche, nos decían que estos “kurdos rebeldes” como nosotros no eran verdaderos “musulmanes”, como sí lo eran Saddam y sus fascistas asesinos. Cada noche, mis padres también esperaban el golpe en nuestra puerta de los agentes secretos de Saddam, y nos sentíamos atrapados como si no hubiera salida. Sin embargo, a pesar de todos los peligros de Bagdad, todavía era más seguro ser un kurdo allí que en las miles de aldeas kurdas que el ejército de Saddam estaba borrando del mapa, o las docenas de ciudades kurdas en las que estaba lanzando gas venenoso.

A medida que pasaban los meses, se fueron acumulando una serie de emociones contrarias. Culpa por no enfrentar esta tragedia en el sur del Kurdistán con nuestros conciudadanos y también alivio de que, aunque podríamos ser arrestados en cualquier momento, las posibilidades de un ataque químico sorpresa, como lo que aconteció a algunos de nuestros familiares en Halabja, era poco probable.

Cuando finalmente supimos de nuestra familia, la situación emocional empeoró aún más, ya que nos contaron cómo sólo sobrevivieron a los gases al esconderse bajo mantas mojadas, y sobre cómo bebían de los charcos de lluvia entre los cadáveres de la calle para sobrevivir a la sed.

Mientras tanto, cada noche en Bagdad veíamos en las noticias las imágenes de guerra triunfantes de un Saddam mostrando con orgullo el trabajo de su ejército, donde nuestra familia y hermanos estaban siendo masacrados para el disfrute de su régimen. La propaganda nos decía que todos eran traidores, pecadores, infieles, agentes de Irán y peones de otros estados que querían debilitar a Irak. Pero nosotros sabíamos la verdad: que el pecado que les valió la muerte fue que eran kurdos, al igual que nosotros.

Un hermoso cielo de muerte

Mi recuerdo más poderoso de Bagdad surge en el inicio de la Primera Guerra del Golfo, en 1991. A medianoche de la primera noche de esa guerra, el cielo se iluminó repentinamente con destellos, cuando las fuerzas de Saddam dispararon indiscriminadamente al cielo contra los enemigos occidentales que, según dijeron, venían a destruirnos. Era una amenaza confusa, ya que el régimen de Saddam se ocupaba de que así fuese.

Pero, a pesar del riesgo, mientras el cielo nocturno parpadeaba con colores brillantes, recuerdo haberlo visto con asombro. Parecía una celebración de fuegos artificiales, y me sorprendió que algo tan hermoso pudiera matarme.

Me imagino que también es una indicación de cómo los humanos pueden acostumbrarse tanto a la guerra, que incluso dejan de sorprenderse por la misma. Pronto, cada disparo de cohetes luminosos se convertía en un golpe de pintura, ya que el cielo ardiente de Bagdad se volvía mi propia versión aterradora de la “Noche estrellada” de Van Gogh.

Horas más tarde, huimos de Bagdad y nos dirigimos a la supuesta seguridad de las zonas kurdas que sentimos que la Coalición Internacional no podría estar atacando. Pero mientras acelerábamos hacia el norte en la oscuridad con todas las luces del automóvil apagadas, todavía pensaba en el colorido cielo de Bagdad.

Por supuesto, no podría haberlo sabido en ese momento, pero esa noche Bagdad estaba probablemente en mejores condiciones que lo que estaría durante los próximos treinta años. Más tarde vendrían las sanciones, los bombardeos, una segunda Guerra del Golfo, una invasión estadounidense y una cascada de ataques terroristas.

En medio de la transformación, todas las estatuas de Saddam que nos acechaban serían derribadas, y sus palacios donde despilfarró todas las riquezas de Irak serían develados al mundo y saqueados. Pero, al final, todo Irak se hundiría con el barco que era su megalomanía. A medida que caía, se llevaría a toda la nación con él, hasta el punto de que ahora incluso se pueden encontrar paradójicas víctimas de Saddam que extrañan su tiranía por la “seguridad” y la “estabilidad” que trajo consigo. Ese es probablemente el mayor crimen de la larga lista de atrocidades de Saddam, quien aseguró que derrocarlo dejaría a la nación en tal estado de deterioro e incertidumbre, que algunos que incluso le temían, deseaban el regreso de su gobierno.

Tengo suerte: ahora tengo la seguridad y la distancia en la diáspora europea para ver con claridad que Saddam no sólo me robó la infancia y la inocencia, sino lo más imperdonable, que hizo que mis padres nos dijeran que todo estaría bien, porque nos protegería. Cuando la realidad es que después me pregunté si alguna vez podría disfrutar de estar afuera sin el miedo a las bombas. Pero afortunadamente, a lo largo de los años, he hecho caso al consejo de Ana Frank, que también experimentó la crueldad de la guerra cuando era niña y escribió en su diario que no deberíamos pensar en toda la miseria, sino en la belleza que aún queda.

Notas:

(1) Entre abril de 1987 y agosto de 1988, 250 ciudades y pueblos fueron expuestos a armas químicas; Destruyó 1.754 escuelas, 270 hospitales, 2.450 mezquitas y 27 iglesias; eliminó alrededor del 90% de las aldeas kurdas en las áreas objetivo. Hizo a 2.000 cristianos asirios, junto con kurdos y otros, víctimas de las campañas de gas

FUENTE: Shilan Fuad Hussain (académica interdisciplinaria que se especializa en estudios kurdos y de Oriente Medio) / Kurdistan24 / Informe Oriente Medio

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