Ningún lugar adonde ir

El camino a Alepo desde Rojava es un camino de salvoconductos y demoras. La zona controlada por los kurdos termina en un barril pintado con los colores de Siria y una imagen del actual presidente de facto, Bashar Al Assad, con anteojos, señalando con el dedo a quien lo mira. Controles cada media hora revisan las mochilas. El chofer advierte antes de subir: “Lleven consigo las cosas de valor, porque varias cosas desaparecen luego de ser revisadas por los soldados sirios”.

En el camino, una hilera de camiones y ambulancias estacionadas detiene el tránsito. Son de Heyva Sor Kurdistán (Cruz Roja Kurda). Dicen que están hace días varados, que el régimen sirio no les permite cruzar medicinas, frazadas y alimentos hacia los lugares controlados por la administración autónoma kurda: el barrio Sheik Massoud, en Alepo, y la región de Sheba, hacia el noroeste de Siria, delimitando con Turquía.

La camioneta va cargada hasta el tope. Voy acompañado de un periodista estadounidense que habla perfecto kurdo. En el camino, un joven aprovecha un descanso para contarnos que es soldado de la revolución, pero nos pide que no digamos nada. Hace cinco años que no ve a su familia y está volviendo para saber si siguen vivos después del terremoto. Le pregunto por qué no los llamó antes y me dice: “No tienen teléfono, son pobres del campo, no sé con qué me encontraré cuando llegue”. Quiere saber sobre nuestros países, nos pregunta desde cómo están construidas las casas hasta si hay revolución en donde vivimos.

—¿Hay guerra en Argentina?— arremete, curioso, y cuando le digo que no, responde:

—Qué bueno, qué hermoso.

Los dos terremotos de 7,8 y 7,5 grados que azotaron Turquía, Siria y parte de Kurdistán ya fueron considerados por la ONU como una de las catástrofes más grandes de los últimos tiempos. Más de 50.000 fallecidos y decenas de miles de heridos, sin contar las más de 20 provincias afectadas ediliciamente.

Del total, más de 5.000 muertos y más de 10.000 heridos pertenecen al territorio sirio, que está dividido de forma muy compleja. Afrin, que pertenece a la región kurda, fue invadido por Turquía en 2018 y hoy gobierna su aliado, el Ejército Nacional Sirio (ENS), acusado de estar compuesto por miembros de Al Nusra y de tener fuerte participación en el resurgimiento del ISIS. En Idlib, la zona más afectada, gobierna el mismo ejercito yihadista, en una batalla constante contra el gobierno sirio. Esta región, antes del terremoto estaba considerada una de las más complicadas para la supervivencia de las personas: según Naciones Unidas, unos 2,7 millones de personas ya dependían de la ayuda exterior. Después del terremoto, el desastre es difícil de adjetivar. Y Alepo y Sheba, dos zonas gobernadas por el régimen sirio en su mayoría, pero que en su interior cuenta con zonas de administración autónoma impulsada por los kurdos, que buscan sostener islas de autonomía.

Llegamos a Alepo. Hacemos unos kilómetros hasta dar con una pequeña bandera de la milicia kurda YPG (Unidades de Protección del Pueblo) puesta sobre una barrera. La levanta un soldado con una mano, mientras nos hace una señal en V con la otra. Estamos dentro del barrio kurdo Sheik Masud. Nos atiende otro soldado con una sonrisa enorme y nos dice: “How are you?” a los gritos. En su televisor aparecen diferentes imágenes de Abdullah Öcalan, el ideólogo teórico-político de la revolución, detenido por Turquía hace 25 años. La respuesta en español lo sorprende y dice: “Hemingway pirtuk antifascist”, refiriéndose al épico libro Por quién doblan las campanas. Al decirle que soy de Argentina devuelve un “¡Messi!”, y felicita por el Mundial levantando el puño, situación que se va a repetir en cada encuentro.

Mientras esperamos para que nos den direcciones de los lugares del municipio y hospitales, le preguntamos cómo está la situación en el barrio:

—Antes estábamos bien, logramos organizarnos a pesar del embargo, pero ahora con el terremoto todo es más difícil. Muchas familias del barrio fueron afectadas y no tenemos insumos. Los compañeros de Rojava nos quisieron enviar materiales pero quedaron varados, el régimen no nos deja pasar medicinas, comida y abrigo, que son necesarios en este momento. En vez de brindarnos ayuda, el régimen nos pone obstáculos. Como siempre pasa con los kurdos, somos los olvidados del terremoto.

—Antes del terremoto la situación era complicada para nosotros—dice Sarah Sino, la co-presidenta del municipio de Sheik Masud—. La revolución que hicimos en el 2012 busca que todos los pueblos podamos ser uno, trae la medicina para la enfermedad que tanto afecta a la sociedad.

El barrio tiene muchas historias de su origen. Una de ellas es que fue primeramente habitado por armenios luego del genocidio y que, a partir de 1936, comenzaron a vivir los kurdos. Luego de que en 2018 Turquía invadiera Afrin, el barrio creció en su número de kurdos debido a que todas las personas huyeron hacia Sheik Masud y las otras zonas controladas por la administración autónoma dentro de territorio sirio: Sheba y Tell Riffat. Estas tres islas autónomas tienen a su alrededor a Turquía, Siria y a los yihadistas del Ejército Nacional Sirio; viven literalmente entre enemigos.

Sino habla con cierta calma:

—No fue fácil todos estos años construir un barrio autónomo de 300.000 personas. Tuvimos a ISIS, tuvimos los cohetes, tuvimos el régimen, nuestros edificios atestiguan tantos años de guerra y no es fácil vivir aislado, con tus enemigos bloqueando el acceso de todo, todo el tiempo. A partir del 2018 se intensificó el bloqueo con el régimen sirio y no nos permiten pasar comida, medicinas, combustible, sabiendo que en el invierno sin combustible puedes morir de frío.

A ese universo de escombros, ahora se suman las destrucciones ocasionadas por el terremoto. Sin alguien que conozca el barrio es difícil distinguir si cada edificio está destruido por el terremoto o por una bomba de algunos de sus enemigos. Carpas y carpas por toda la ciudad con el logo de UNHCR, la agencia para refugiados de Naciones Unidas. Casas a las que les faltan pedazos, edificios desalineados, balcones caídos.

“Las casas no terminan de caer”, pero toda la ciudad está con miedo y prefiere dormir afuera, pasar frío y no morir aplastada por los escombros. El terremoto no ha afectado como en otros lugares pero, denuncia Sino, sintetiza todos los problemas anteriores: años de guerra, bloqueo económico, discriminación étnica.

No hay personas bajo los escombros en Sheik Masud, los muertos no se cuentan en miles, pero las familias perdieron sus casas y no tienen dónde ir. Las personas improvisan carpas con nylon frente a sus casas, o se acercan al municipio pidiendo un lugar seguro. Hay grandes carpas de la administración autónoma que albergan, a veces, 20 familias cada una, con una estufa a leña en el medio y niños corriendo por todo el lugar. “Tirs” es miedo en kurdo, es la palabra que más se escucha cuando entrevistamos a las familias.

—Perdimos nuestra tierra, nuestra casa y nuestra cultura cuando Turquía ocupó Afrin. Vinimos acá, intentamos reconstruir otra vida, y ahora la volvimos a perder, estamos acá, solo tenemos una manta, nuestras cosas ya no están y la situación parece que no va a mejorar—dice Sosdar, una mujer kurda que se encuentra en una de las carpas con sus hijos.

400 familias dejaron sus casas y buscaron un espacio por las calles, intentando calentar sus noches con un fuego encendido y unas pocas frazadas. Cerca de 4.000 personas se desplazaron hasta Sheba y Tell Riffat a vivir en casas de familiares o campos de refugiados. En esa zona, el terremoto afectó menos y se sienten más seguros allí por si el suelo vuelve a temblar.

Fatma Heydar, quien co-dirige el municipio con Sino, dice:

—Todo el dinero que Europa envió para Afrin (el segundo lugar más afectado en Siria) no llegó. Nosotros creemos que eso lo van a utilizar para comprar armas. Porque en ese territorio ocupado por Turquía ahora está al mando Al Nusra, están las fotos que lo comprueban recibiendo donaciones a su comandante de Sultán Murad —y enojada dice: El estado turco va a utilizar esta situación para seguir cambiando demográficamente la zona de Afrin y Tell Rifat, para terminar de eliminar a los kurdos que están ahí y traer a personas que simpaticen con ellos. Por eso, ataca los lugares que ataca, mientras las personas están vulnerables con el terremoto.

Una ronda de té, que es agradecida por todos, la interrumpe. El edificio no tiene calefacción y el brebaje caliente amaina el frío. Sigue:

—Trabajamos 24 horas sin descanso, es continuo y no vamos a parar hasta que vayamos solucionando todos nuestros problemas, limpiando, arreglando, viendo que todos tengan comida, y así poder atender a todos como podamos. Cuando sucedió el terremoto, enseguida nos reunimos todas las comunas y todos los espacios de autogobierno para pensar qué necesidades eran más urgentes, evaluar qué edificios tienen peligros de derrumbe y cuáles no, intentar un plan de ubicación y cuidado para las personas que estaban en la calle.

El 24 de febrero, el comité económico del barrio estaba realizando un control de edificios cuando al subir al auto una bomba detonó: uno de ellos murió y dos resultaron heridos. El acto está siendo investigado como terrorismo.

Sino, su colega, retoma:

—Nosotros empezamos a reparar algunas construcciones para que las familias puedan volver, pero es difícil porque no tenemos herramientas ni los suministros, no nos dejan pasar nada en la frontera y tenemos que abandonar todo lo que vamos arreglando cuando no tenemos el material que necesitamos. Solo tenemos la fuerza de la gente.

Su teléfono no para de sonar interrumpiendo la entrevista, y nos pide disculpas: “La cruz roja siria quiso acercarse a ayudar a las familias del barrio que estaban afectadas por el terremoto, pero los soldados del régimen nos pidieron dinero para permitir que pasen, y nosotros no podemos darle dinero a ellos sabiendo que ya recibieron ayuda con aviones de diferentes países, como Rusia, Irán, Irak, Arabia Saudita, y que de toda esa ayuda no nos dieron nada para los afectados del barrio. El gobierno de Siria nos exige que todo el apoyo que nos envían a nosotros pase primero por ellos, y cómo vamos a confiar si ya no llegó nada de lo que enviaron”.

Un día después nos enteramos de que la ayuda de la Cruz Roja siria pudo ingresar.

—Aquí hay otra ideología, hay democracia, hay solidaridad, en los otros barrios tienen otra manera de pensar, las personas solo trabajan por dinero. No tenemos dinero, no tenemos especialidad técnica, no tenemos nada de lo que necesitamos para el desarrollo, no hay tecnología, no hay medicina, pero tenemos la organización que hace que todo sea diferente. Que las mujeres tengan su lugar de manera activa cambió todo, fue una de las mejores cosas de la revolución. Y cuando hacemos las cosas mal, el pueblo tiene su espacio para criticarnos y ayudarnos a transformar— cierra Sino.

“Eso nunca lo vamos a saber”

El Khaled Fajer es el único hospital para 300.000 personas en Sheik Masud. Dentro de él, trabajan 37 doctores y 62 enfermeros que tienen lugar para recibir 41 pacientes al mismo tiempo. Dentro de la sala de reanimación hay dos personas, y tres camas vacías. Nos dicen que una sola máquina funciona, las demás están dañadas. Al salir, un enfermero nos muestra dos ambulancias y un camión pequeño.

—Las dos ambulancias no recuerdo cuándo fue la última vez que funcionaron. Nuestra ambulancia ahora es el camión, es una situación que nos enoja mucho, reclamamos a nuestra organización autónoma que haga algo, pero sabemos que es difícil por el bloqueo ingresar una ambulancia nueva— dice el oftalmólogo Halil Admed, quien está encargado de llevar adelante el hospital.

Admed vivió algunos años en Rusia y luego se instaló en este barrio kurdo dónde está casado y tiene tres niños. Su mirada tiene la mezcla de cansancio, resignación y sabiduría que traen muchos doctores que trabajan en territorios difíciles.

—Es una situación difícil, la mayoría de refugiados cuando vinieron de Afrin dejaron sus cosas, vinieron sin nada, son pobres de la guerra, nosotros no podemos pedirles dinero, por eso en el hospital no les cobramos nada. A los que sí tienen, les pedimos una colaboración para ayudar a sostenernos.

Un bostezo lo interrumpe, cierra los ojos, hace una pausa y sigue:

—La situación es muy pesada, es difícil trabajar así, no hay medicina, no hay los anestésicos y narcóticos que necesitamos. La mayoría de las personas afectadas tenían fracturas y no teníamos las medicinas para tratarlas. El problema más grande que tenemos es que las personas no pueden regresar a sus casas y pasan frío, y el régimen no nos permite ingresar mantas y combustible para que las personas estén calientes ni la medicina para calmar el dolor.

El primer terremoto dejó en Sheik Masud 22 muertos y 250 heridos. Cinco personas murieron de frío 48 horas después, dos de ellos eran bebés recién nacidos. Cuando le preguntamos si las personas que murieron de frío podrían haberse salvado si el bloqueo no existiese, suspira lamentando, y responde:

—Eso nunca lo vamos a saber.

“No hay doctores que sepan curar el miedo”

Komingue le llaman al espacio que reúne a seis comunas que trabajan activamente en el barrio. Están reunidas evaluando qué hacer ante tantas personas que están fuera de sus casas. Llegamos en el momento de una enervada discusión de cómo solucionar los problemas de las personas que aún están durmiendo en carpas de nylon.

—Son los primeros periodistas de afuera, parece que nosotros no importamos— dice Rojda, una de las líderes de una de las comunas.

Actualmente, y desde hace muchos años, el régimen sirio no permite visas para periodistas de Occidente, como parte del cerco mediático. En las regiones controladas por el Ejército Nacional Sirio, directamente los periodistas ni prueban ingresar.

Halil Ahin tiene su tienda abierta, adentro dos jóvenes cosen jeans y los apilan en el suelo: es una pequeña fábrica de ropa. Cuando llegamos, está fumando afuera y lo primero que hace es señalar la casa derrumbada que está enfrente. Entre los escombros aparecen y desaparecen gatos, los únicos que no temen seguir viviendo ahí.

—Trabajaba aquí en la tienda conmigo, murió aplastado y su mujer y cuatro hijos se fueron a los campos de refugiados de Sheba. Se llamaba Farrokh Halvan Yusep y tenía 56 años.

Cuando Ahin termina de hablar, una mujer nos invita a pasar a su casa en un tercer piso, y subimos sin preguntar mucho. “Tal tal” nos dice en árabe para que pasemos a la pieza de su hermano.

Hamed tiene 23 años, también trabajaba en la fábrica de telas: desde que sucedió el primer terremoto del 6 de febrero, perdió el habla, sus ojos se desviaron y permanece escondido debajo de una frazada. Su hermana dice: “No sabemos qué hacer, no podemos hacer nada con él, no hay doctores que sepan curar el miedo aquí”.

“No hay padre, ni dinero ni medicina”

“No hay padre, ni dinero ni medicina”, dice la madre de Rojpalin, una niña kurda que tiene parte de su cuerpo paralizado desde la muerte de su padre en la guerra de Afrin. Luego de que Turquía ocupara su tierra, tuvieron que desplazarse a Sheik Masud, a una casa en la que vivían con su madre y hermanas hasta que el terremoto la dejó en peligro de derrumbe.

—Es solo miedo, dicen los doctores, tiene un shock psicológico que se agravó con el terremoto— explica desesperada su madre y sigue: La medicina que necesita no ingresa por el bloqueo del régimen sirio, tampoco puede ingresar tecnología para que hagamos mejores estudios. Intentamos con una silla de ruedas, pero ella no puede flexionar la cadera, solo puede estar acostada o parada sobre un pie—.

Cuando el terremoto puso en peligro sus vidas, la madre de Rojpalin tuvo que alzarla y correr hacia afuera hasta encontrar un sitio donde poder acostarla.

Rojphalin y familia ahora conviven con muchas familias dentro de una de las aulas de una escuela.

“Mártir Abashin Denhat” es una escuela primaria que aloja a 500 personas desde el primer terremoto; algunas pasan el día y otras solo vienen a dormir. En la entrada hay un mural que dice en kurdo: “La revolución de la lengua es la revolución de la existencia”. Uno de los objetivos más importantes para el proyecto revolucionario fue que todo el pueblo reaprenda su lengua original, que había sido prohibida por los distintos regímenes.

Las personas, al ver que ingresamos, hacen una ronda y nos cuentan sus problemas, se turnan para contar su situación, los reclamos son parecidos: “Ya perdimos todo en Afrin y ahora otra vez el Estado turco y el Estado sirio quieren acabar con los kurdos”. Aclaramos varias veces que solo somos periodistas; no les importa, quieren ser escuchados, quieren hacerlo en su lengua ahora que pueden.

—No podemos seguir viviendo, no todo se cayó, pero mucho sí y se puede seguir cayendo, no queremos morir ahí. Nuestros hijos tienen hambre, no tenemos lugar donde ir, estamos aquí porque los compañeros nos abrieron la escuela, pero no tenemos nada, no recibimos nada de Siria, no tenemos frazada, hace frío y no tenemos con qué taparnos. Demandamos al país que si no nos van a ayudar al menos permita que nos ayuden— dice Denhat, mientras toda la ronda asiente con la cabeza.

Las carpas no pueden derrumbarse

El 20 de febrero un nuevo terremoto de 6,4 grados tuvo su epicentro en la ciudad turca de Hatay. En Alepo, donde nos encontrábamos, hubo solo dos niños heridos que se fracturaron al intentar escapar de sus casas.

Al otro día temprano, un joven chofer que nos lleva desde Alepo hacia Sheba nos pregunta de dónde somos. Le decimos y cuando le preguntamos de dónde es, responde:

—De Afrin.

 —¿Viniste solo o con tu familia?

 —Mi familia no quiso abandonar su tierra y se quedó a pesar de la guerra.

—¿Cómo están con esta situación?

—Todos murieron en el terremoto del 6 de febrero.

***

Alrededor de 4.000 personas se desplazaron desde Alepo a Sheba luego del primer terremoto. Un grupo grande de personas llegó al campo la mañana siguiente del segundo seísmo, que ocurrió el 20 de febrero.

En la entrada del campo hay personas amontonadas con pequeñas bolsas de ropa y el combo de colchoneta y frazada que entregan antes de asignar una carpa.

Los campos de refugiados administrados por los kurdos son pequeñas ciudades con sistemas de autogobierno. Existen espacios de mujeres, de educación, de autodefensa, de cultura, etc. El espacio de administración es una pequeña carpa donde una de las coordinadoras, Agri, nos recibe. Ella lleva el nombre de una ciudad del norte de Kurdistán, y nos dice orgullosa: “Una de las ciudades más hermosas”.

—En Sheba hay cinco campos de refugiados, que albergan entre 25.000 y 30.000 personas. La mayoría de ellos se crearon después de que Turquía haya ocupado Afrin.

—Desde el terremoto llegaron desde Alepo a todos los campos cerca de 4.000 personas— dice Agri, y añade:

—Hay entre cuatro y seis familias por cada carpa, que está diseñada para que viva una familia. De repente conviven 25 personas que no se habían conocido antes en un espacio pequeño, con muchas necesidades, con niños.

Al preguntarle si estaban recibiendo ayuda de la ONU, refiriéndonos a las carpas con los logos que habíamos visto en toda la ciudad, se ríe y dice: “Esas lonas las tenemos de antiguas ayudas de años de guerra. Ahora no recibimos nada de nadie, estamos totalmente abandonados. Unicef solo ingresa agua todos los días, es lo único, y no la suficiente. Las personas no tienen gas para cocinar, no hay combustible, el régimen no permite que nos ingrese nada y las ONG se alinean a los Estados”.

Hemina Mamo está rodeada de sus nietos: “Están conmigo mientras su mamá fue a buscar algo para que puedan comer”.

—Anoche nos asustamos mucho, nuestra casa quedó torcida por el terremoto, pasamos la noche afuera, estamos sin dormir, preferimos venir a vivir aquí, a un campo de refugiados. La situación no es buena porque no tenemos nada y estamos muchas familias en un espacio pequeño, pero las carpas no pueden derrumbarse.

Uno de sus nietos, Nevi, de siete años, agrega:

—Cuando hubo el terremoto yo solo quise correr, ahora ya no tengo miedo.

—Llegamos hace tres días— dice Yasil Abdul Harin —. Vivíamos en Sheik Masud, pero el terremoto hizo que nuestro edificio no sea estable, tuvimos miedo de volver a entrar. Mi hijo de seis años nos levantó gritando “corramos, corramos”, y salimos sin más que la ropa que teníamos puesta, ni siquiera nuestros zapatos, con los niños a cuestas. No nos quedó otra opción que venir al campo de refugiados.

En Sheba, los campos de refugiados están sobrepasados, las guerras y ocupaciones solo generan despojos y desplazamientos. En el campo Serdán antes del terremoto vivían 3.171 personas, y ya estaba sobrepasado. La mayoría eran desplazados de Afrin. Desde el 6 de febrero llegaron 125 familias más desde Alepo, por lo que la cantidad de personas subió a 3.684, complejizando aún más la situación de sobre exceso del campo.

Yasil está casado con Yemila, y tienen una hija de un año y medio y dos varones de cuatro y seis años.

—Aquí la situación es buena, tenemos apoyo, es difícil vivir con tantas personas, pero vamos a sobrevivir.

Se queda en silencio y nos pide seguir la entrevista afuera.

—Me da vergüenza decir que no tenemos nada delante de otras personas, que es muy difícil vivir con tantas personas. Esta situación nos genera mucha angustia.

Su esposa Yemila Mohamed Suliman, agrega: “Es difícil la convivencia con tantas personas. Aquí en esta carpa somos cuatro familias, con los niños y los perros. Se escucha un ruido de fondo que hace temblar el piso, pregunto qué es y me dicen balafer (avión). ¿De Turquía?, pregunto y responden que sí.

Para dónde correr

De camino a Tell Riffat, el chofer abre el techo del auto y dice keciff turki, refiriéndose al dron turco que sobrevuela nuestro auto. Las casas destruidas que se ven cerca pertenecen al pueblo de Tel Riffat, tres kilómetros más adelante hacia el norte se divisan los puestos turcos y hacia el oeste los puestos del Ejército Nacional Sirio, ejército aliado con Turquía. Este pueblo es uno de los frentes de guerra que más actividad militar tuvo este último año. Según los informes del municipio, hubo pocos días en que Turquía no realizara un ataque de artillería. Tell Riffat es uno de los objetivos propuestos por Turquía en su proyecto “Cordón de seguridad”, que anunció en mayo del año pasado y reiteró su interés a fines del mismo año.

Yusef Abed, árabe de 70 años, fue el carnicero del pueblo en Tell Rifat hasta que en 2014 la presencia de ISIS hizo que junto con su familia se fuera a vivir al barrio de Sheik Masud. Su vida era tranquila en un departamento del barrio, hasta que el 6 de febrero el terremoto hizo que el edificio donde vivía con su familia corriera peligro de derrumbarse.

El 7 de febrero, luego de no encontrar un lugar donde quedarse en Alepo, tomó la decisión de volver a su antigua casa en Tell Riffat, casa en la que ahora vivía su hija con su esposo y sus nietos. En total, 25 personas habitaron esa casa por un día. El 8 de febrero fue un día soleado, almorzaron juntos en la terraza de la casa, un futuro segundo piso en construcción, sin techo. Luego del almuerzo, Yusef buscó su pequeña colchoneta y aprovechó que todos estaban abajo para hacer su rezo musulmán en dirección al sol. A las 14 horas, mientras rezaba, un mortero turco cayó encima suyo, dejando su cuerpo en pedazos.

A 50 metros de la casa de Yusef vive Caway Muhammad, un hombre kurdo. Desde una carpa improvisada en la que vive con su familia, nos dice: “Construimos este espacio porque con el terremoto cayó una pared de nuestra casa y teníamos miedo de que caiga el techo. Estábamos afuera después de comer y sentimos una explosión, luego vi todo nublado y caí al suelo”. Su mujer Nedie Kamba nos dice: “Mi hija lo abrazó, entre todos lo levantamos, quisimos refugiarnos en nuestra casa, pero también era un lugar inseguro y fuimos cómo pudimos hasta el hospital”.

—Tenía mucha sangre en mi ojo, ahora no veo nada, solo humo, nos atacaron cuando más vulnerables estábamos— dice Kawai—. Quieren que tengamos miedo y nos vayamos, pero no tenemos ningún lugar a donde ir.

FUENTE: Mauricio Centurión (texto y fotos) / El Salto Diario / Edición: Kurdistán América Latina

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