La palabra suena extraña al principio. Pero no tarda en instalarse. Jineolojî no es una teoría prestada de París o Berkeley. Nació en los márgenes —en trincheras, en comunas, en aulas improvisadas de Rojava— como respuesta viva a siglos de invisibilidad. No se impuso, se tejió. Desde abajo.

Jin quiere decir mujer en kurdo. Y logos, claro, remite al conocimiento. La mezcla no busca elegancia académica, sino acción. Porque, entre lunes y martes por la mañana, en espacios comunitarios de ciudades como Qamishlo, es común ver a grupos de mujeres leyendo historia no escrita en libros. Ni teoría pura ni activismo a ciegas. Algo en el medio. Algo que cambia cosas.

Lo que la ciencia no vio (o no quiso ver)

La jineolojî arranca con una pregunta incómoda: ¿quién escribió la historia? Y más aún: ¿quién quedó fuera? Durante mucho tiempo, la ciencia —la que llena bibliotecas y congresos— dejó fuera a la mujer como sujeto pensante. La redujo a lo simbólico. O a lo invisible.

Esta corriente no propone reemplazar a la academia, sino saltarse su guion. En talleres vecinales se rastrean memorias orales, genealogías femeninas, mapas comunitarios de poder. Nada de eso encaja en papers. Pero transforma. Poco a poco, sin anuncios ruidosos. 

Al principio parecía una iniciativa alternativa. Hasta que no lo fue. Porque tocar cómo se construye el saber también es tocar cómo se organiza el mundo.

Más allá del género: ecología, territorio y común

La jineolojî no se limita al feminismo. Se extiende. Como raíz subterránea. En Kobane, por ejemplo, después de las seis, los centros mixtos funcionan como nodos de discusión: desde salud hasta economía cooperativa, todo entra en debate. Y no hay expertos. Hay comunidad.

La autonomía no se declama, se construye: en prácticas ecológicas, en decisiones colectivas, en cuidados compartidos. La disciplina propone algo más complejo que “hablar de mujeres”: pensar desde la interdependencia.

Claro, no todo es uniforme. Algunas comunas aplican estos principios con entusiasmo. Otras con escepticismo. Pero el hecho de que exista debate ya cambia el juego.

¿Y fuera de Kurdistán?

Poco a poco —más por ósmosis que por exportación— el concepto ha viajado. En encuentros feministas en América Latina o seminarios en Europa, el término aparece. A veces con reservas, a veces con entusiasmo. No como dogma, sino como pregunta abierta.

En Buenos Aires, una red de pedagogías populares incorporó elementos de jineolojî para repensar la educación desde la comunidad. En Madrid, colectivos migrantes tradujeron textos base y los discutieron en clave propia. No siempre fluye. A veces se atasca. Pero algo deja.

Más que una “teoría”, la jineolojî parece comportarse como caja de herramientas. Saber con otros fines

El objetivo no es acumular títulos ni producir papers. Es construir sentidos. En plural. La jineolojî se presenta como punto de partida —no de llegada— para pensar qué tipo de conocimiento queremos y para qué lo queremos.

No es fácil. Hay contradicciones, zonas grises, tensiones internas. Algunas comunas lo adoptan como guía. Otras lo discuten. Pero en ese movimiento, precisamente ahí, está su valor: no pide obediencia, sino reflexión. No impone respuestas, sino condiciones para que otras sean posibles.

Y a veces —sólo a veces— eso basta para empezar un cambio.

Porque si el saber es poder, entonces reconfigurar el saber es reconfigurar el mundo.

¿Demasiado ambicioso? Tal vez. ¿Imperfecto? También. ¿Vivo? Sin duda.