Un lunes cualquiera, antes de las nueve, en algún juzgado del este de Londres, volvió a aparecer su nombre. No como titular, más bien como ruido de fondo que se resiste a desaparecer. Shamina Begum. La joven británica que dejó su casa en 2015 para unirse al autoproclamado califato. Su historia, convertida en expediente, sigue planteando un dilema más amplio: ¿cómo se responde a crímenes cometidos por quienes no encajan ya en marcos jurídicos establecidos?

Hacia media mañana, en algunos cafés del East End, aún se escuchan comentarios dispersos. ¿Fue engañada? ¿Eligió? ¿Importa? La cobertura mediática se ha centrado en cada giro de su apelación legal. Pero rara vez se detienen en lo esencial: no existe un tribunal internacional para juzgar a miembros de ISIS. Tampoco un consenso sobre qué hacer con ellos.

Entre omisiones y excusas

Tenía apenas 15 años cuando salió del Reino Unido rumbo a Siria. Años después, fue hallada en un campo de refugiados y, sin juicio previo, se le retiró la ciudadanía. Desde entonces, su retorno ha sido bloqueado.

La medida, dicen, se tomó por seguridad nacional. Pero también ha sido leída como una forma de “lavarse las manos”. Porque, a fin de cuentas, Begum era británica. Y lo sigue siendo, aunque ya no en papeles.

Parecía una solución clara. Hasta que dejó de serlo.

¿Qué pasa cuando un país renuncia a juzgar a sus ciudadanos? Por ahora, nada. Literalmente. Un limbo.

Lo que no está (y debería estar)

Hubo tribunales especiales para Ruanda, para la ex Yugoslavia, incluso para Sierra Leona. ¿Por qué no para ISIS? No por falta de crímenes. Tampoco por falta de víctimas. Lo que falta —y se nota— es la voluntad.

Siria no puede ofrecer procesos reconocidos. Los países europeos, incluido el Reino Unido, no quieren repatriar. La Corte Penal Internacional, hasta ahora, ha evitado involucrarse directamente. Y así, los casos se congelan.

Shamina Begum no es la única. Pero se ha vuelto símbolo. ¿De qué? Depende a quién se pregunte.

La omisión no es técnica, es política. Y revela algo incómodo: no estamos preparados —legal ni moralmente— para este tipo de conflictos híbridos.

Derechos que se evaporan

Rechazar el regreso de una ciudadana sin permitirle acceso a un juicio justo plantea preguntas serias. No sólo éticas. También jurídicas.

Varias organizaciones han advertido que estas decisiones violan tratados internacionales, especialmente cuando la persona era menor en el momento de los hechos.

Pero todo parece en pausa.

No se trata de minimizar lo ocurrido. Ni de borrar responsabilidades. Se trata de entender que el castigo sin debido proceso crea otro tipo de problema: impunidad disfrazada de firmeza.

Pareció una forma de actuar con contundencia. Pero termina debilitando la propia legitimidad del sistema.

¿Y si no hay una sola respuesta?

La idea de establecer un tribunal internacional para ISIS ha rondado algunas conferencias. Pocas, en realidad. En teoría, ofrecería un marco común. En la práctica, pocos gobiernos lo impulsan.

Mientras tanto, decenas de mujeres y menores europeos siguen en campamentos del norte de Siria. Algunos no han conocido otra vida. Otros ya la han olvidado.

El problema parecía manejable. Pero no lo fue.

Un tribunal no solucionaría todo. Pero al menos marcaría una línea: entre ignorar y asumir.

Porque ahora, lo que hay es dispersión. Decisiones contradictorias. Y narrativas que cambian según el contexto.

El juicio que nunca llega

Shamina Begum despierta juicios rápidos. Algunos la ven como una amenaza. Otros como una víctima del adoctrinamiento. Ambas versiones circulan. Y ambas, tal vez, simplifican.

Lo más inquietante es lo que no sabemos. Porque sin juicio, todo queda suspendido.

No se trata solo de su caso. Se trata de si el derecho internacional está dispuesto a transformarse. O si seguirá esperando que los nuevos conflictos se parezcan a los antiguos.

Y mientras esperamos, las preguntas se acumulan. Las respuestas, no tanto.

Porque sin proceso, sin relato completo, todo gesto pierde peso. Y entonces —sólo entonces— se vuelve ruido.