Hace apenas cinco años, Turquía era una de las grandes historias de éxito del siglo XXI y buena parte del mérito se atribuía a su primer ministro, Recep Tayyip Erdogan . Y su lustro no se limitaba a un solo ámbito. A nivel político, había dejado atrás la secular tutela del ejército para ampliar libertades, e incluso aspiraba a revolver el enquistado problema kurdo. A nivel económico, su PBI per cápita había aumentado más de un 50% en solo diez años, sacando de la pobreza a millones de turcos. Y a nivel diplomático, era una potencia emergente que se proyectaba con fuerza como modelo en un Medio Oriente revolucionado.
Pese a que ayer se encaminaba a la reelección, aquella Turquía optimista, próspera y ambiciosa parece muy lejana. Como si fuera un sueño distante. Poco a poco, Erdogan ha ido amordazando la sociedad y sus instituciones hasta poner en peligro su esencia democrática. Su figura ha polarizado agriamente el país. La economía envía unas preocupantes señales de posible colapso: la lira ha perdido 20% de su valor menos de dos meses. Y la errática política exterior de Erdogan ha dejado el país prácticamente sin aliados. Encima, la tensión en el Kurdistán se ha elevado hasta límites que nos remontan a muchos años atrás.
Erdogan lograba ayer superar el 50% de los votos que necesitaba para evitar una segunda vuelta, en una elección en la que la oposición había puesto muchas expectativas.
Con más de la mitad de las boletas contadas, Erdogan conseguía el 57% de los votos, frente 28,4% de su principal rival, Muharrem Ince. El arco opositor denuncia manipulaciones durante los comicios.
En las elecciones legislativas el oficialista AKP también lideraba el recuento y se encaminaba a tener la mayoría absoluta según avances de la agencia oficial turca Anadolu. La coalición de Erdogan obtendría 350 de las 600 bancas del Parlamento.
Los más optimistas del gobierno señalaban que ahora que Erdogan cumplió su deseo de encumbrarse a una presidencia todopoderosa tras la última reforma constitucional, se sentirá afianzado y se relajará la represión de las voces disidentes, que han supuesto el despido de decenas de miles de funcionarios y el cierre de numerosos medios afines a la oposición. Sin embargo a cada victoria de Erdogan en los últimos años le ha seguido un mayor autoritarismo. Turquía parece quedar así igual de lejos de resolver sus problemas políticos.
Ahora bien, quizás el mayor problema sea que a los enormes desafíos políticos se unen los económicos, no de menor tamaño. Si bien es cierto que el país creció el año pasado a una tasa altísima, del 7,4%, la economía presenta todos los síntomas de un final de ciclo expansivo. Es más: habiendo sido un crecimiento sustentado, en parte, sobre una burbuja inmobiliaria, el país podría entrar en una recesión y el hundimiento de varios bancos importantes. Las coordinadas de la economía turca asemejan las de la economía española antes de 2010, cuando llegó la gran depresión. Con una diferencia importante: no cuenta con una potente moneda como el euro detrás, lo que ha provocado el reciente ataque especulativo.
Ante estas negras expectativas de futuro, el avispado Erdogan optó por adelantar los comicios. Es consciente de que este modelo de crecimiento, estimulado por la inversión pública y el endeudamiento, no es sostenible. Por esta razón, el próximo gobierno difícilmente disponga de las condiciones económicas adecuadas para reconducir el país hacia una etapa de distensión. Tampoco parece que el vecindario, con la guerra en Siria aún lejos de una solución política, vaya a poner las cosas fáciles al nuevo ejecutivo.
Erdogan difícilmente ocupe el lugar distinguido en la historia de Turquía que ansía. El modelo de Turquía que ahora representa poco tiene que ver con las expectativas generadas tras sus dos primeros mandatos, entre 2002 y 2011. Erdogan ya ha perdido.
FUENTE: Ricard González / La Nación