Tres Sirias frente a una pandemia

Una década de guerra ha partido Siria en tres: al noroeste la insurrecta Idlib, la autonomía kurda al noreste y el gobierno del presidente sirio, Bashar Al Asad, a cargo del resto del territorio. Divididas, las tres zonas se enfrentan a la pandemia con unas infraestructuras médicas diezmadas para proteger a una población hundida por la crisis económica. Tan solo 58 de los 111 hospitales públicos que había antes del conflicto siguen en funcionamiento, mientras que el 70% del personal médico ha huido al extranjero, según recoge un informe de la Organización Mundial de la Salud (OMS). La London School of Economics (LSE) calcula un máximo de 6.500 pacientes -de entre una población de 18 millones de habitantes- el número máximo que puede absorber el sistema sanitario sirio antes de colapsar.

La mitad de la población se ha visto desplazada por el conflicto y los que habitan en los insalubres y masificados campos de refugiados, incluidos 100.000 extranjeros cautivos del Estado Islámico (ISIS, por sus siglas en inglés), son los más vulnerables, y el principal temor a una rápida propagación del virus en el país. La Covid-19 ha brindado, al menos, una tregua a una población exhausta y desprovista de los recursos con los que respetar las medidas de distanciamiento e higiene exigidas.

El balance oficial se antoja muy inferior al real, aseguran los médicos sirios consultados, que cifran en “cientos” los infectados, aunque Damasco apenas cuenta 43 casos y tres fallecidos, todos menos uno en zona gubernamental. Unas cifras que paradójicamente dejan al país en una posición mucho más favorable que la de muchos estados europeos.

Cada región se enfrenta a sus propios retos. En el caso de Damasco, las férreas sanciones impuestas por la Unión Europea (UE) y Estados Unidos a la importación de medicinas y equipos médicos dificultan su capacidad de maniobra. “Restaurar la capacidad del Estado para combatir completamente la infección por el coronavirus solo es posible a través del apoyo externo”, fue el llamamiento hecho el pasado mes por el oficial ruso para el retorno de refugiados a Siria, Mijaíl Mizintsev, para levantar las sanciones. Mizintsev asegura que existen “solo 25.000 camas en las instalaciones médicas sirias y carecen de respiradores”. El gobierno sirio controla hoy cerca del 70% del territorio, donde habitan entre 10 y 12 millones de ciudadanos.

La presencia de milicianos de Irán, país convertido en foco regional del virus, para luchar junto a las tropas sirias, hizo temer una aceleración del contagio en el país. El Ministerio de Sanidad sirio anunció el primer caso de contagio el 22 de marzo, para después imponer una serie de medidas preventivas como el cierre de bares, restaurantes y lugares de rezo, así como la limitación de movimientos.

No obstante, en un país con la divisa en caída libre y unos precios de productos básicos disparados hasta un 75%, el confinamiento no es una opción para aquellos cuya subsistencia depende del jornal diario. Por lo que algunas medidas han resultado incongruentes. “La víspera del primer día de Ramadán la gente hacía largas colas a las puertas de las panaderías y se hacinaban en los mercados para llegar a casa antes del toque de queda”, relata una vecina al teléfono desde la capital siria. Damasco ha relajado estas medidas al inicio del Ramadán, mes de ayuno musulmán, el pasado 24 de abril.

Desde el pasado 5 de marzo rige una tregua en Idlib, última provincia insurrecta dominada militarmente por unos 10.000 yihadistas de Hayat Tahrir al Sham (HTS, paraguas de facciones radicales liderada por la rama local de Al Qaeda). La última ofensiva gubernamental de principios de año para recuperar la provincia, con la consiguiente entrada en el campo de batalla de 9.000 soldados turcos sumados a unos 30.000 combatientes salafistas locales armados por Ankara, ha provocado un millón de desplazados.

A cargo de la administración civil de Idlib, y supeditados a HTS, ha quedado el Gobierno de Salvación, opuesto al de Damasco. Las fricciones entre ambos se han agravado durante la pandemia, con los primeros rehusando el cierre de las mezquitas para el rezo colectivo de los viernes.

“Es imposible mantener las distancias en una tienda de 10 metros cuadrados donde duermen 20 personas”, protesta en conversaciones a través de WhatsApp Jaled Zafiri, padre de cinco menores y uno de los 500.000 desplazados que habitan el asentamiento informal de Atmeh, en la frontera occidental con Turquía. Empujados por el miedo, varios miles han optado por abandonar el campo, donde al menos recibían ayudas de la ONU, para confinarse en derruidas casas sin alimentos.

“De propagarse el virus puede ser una hecatombe”, advierten los médicos desde Idlib, cuyo hospital central ha recibido este mes procedente de Turquía la primera máquina para hacer test PCR. “Se han realizado unas 220 pruebas y todas han dado negativo”, cuenta aliviado el doctor Ahmed Dbeis, director de operaciones de la plataforma de médicos UOSSM. Para los casos menos urgentes, remiten las pruebas a los laboratorios turcos. Con menos de 2.000 camas para tres millones de personas, Dbeis calcula que disponen de 90 plazas de aislamiento. Un número similar al de los ventiladores disponibles, según cifras aportadas por Médicos Sin Fronteras (MSF).

“El aislamiento de Idlib puede haber ayudado a que no haya aún casos, unido al hecho de que en la frontera con Turquía se mantienen estrictas medidas de chequeo a los pocos que la cruzan”, acota el médico. En la capital regional se teme que sean los comerciantes turcos los que lleven consigo el virus, ya que son los únicos que aprovisionan sus estanterías después de haber cerrado todas las rutas comerciales con territorio gubernamental. “Quién puede comprar unas mascarillas, que han pasado de dos a 13 dólares (de 1,8 a 12 euros) el paquete”, se pregunta en un intercambio de mensajes de voz a través del móvil la desplazada Um Fatiha. El sueldo medio asciende a unos 30 euros mensuales.

“Si este virus se comporta de manera similar en Siria a como lo ha hecho en otros lugares, y esa es nuestra suposición por ahora, entonces será una tragedia”, ha dicho este miércoles Mark Lowcock, secretario general adjunto de Asuntos Humanitarios de la ONU, tras señalar que se ha realizado un número muy reducido de test en el país, lo que explicaría un balance tan reducido de infectados.

Mientras, tanto la comunidad internacional, como las ONG locales, acusan a los cazas rusos y sirios de haber bombardeado deliberadamente los centros médicos de Idlib y a su personal. “En todo el noroeste de Siria contamos con 600 médicos para atender a 4,2 millones de ciudadanos sirios (incluida parte de la provincia de Alepo)”, escribe en un mensaje Munzer Jalil, a cargo del sector sanitario del Gobierno de Salvación en Idlib. Para Jalil, conseguir equipos de protección y preservar la vida del puñado de trabajadores médicos es la prioridad. Así podrán no solo atender a los infectados sino también a los futuros heridos que habrán de llegar “cuando se dé por terminada la tregua”. Durante el alto el fuego en vigor, Damasco agrupa nuevas tropas a las puertas de Idlib, mientras que Turquía intenta fundir a las diferentes facciones salafistas en un único bloque.

Si bien la OMS ha provisto de equipos y material médico de protección a los hospitales de Damasco e Idlib, los responsables de la Administración Autónoma kurda que gestiona el noreste del país se quejan de la desidia de esta agencia y de la falta de colaboración por parte de Damasco. Ambos tardaron dos semanas en informales de la primera muerte por la Covid-19, y único caso hasta ahora registrado en esta zona, denunció la Administración en un comunicado.

El acceso se ha convertido en la principal rémora en la lucha contra la pandemia para este pedazo de Siria, que ocupa el 25% del país. Al norte, comparte frontera con la enemiga Turquía, que el pasado mes de octubre lanzó una ofensiva e invadió parte del territorio sirio para expulsar a las milicias kurdas a las que tacha de terroristas por sus lazos con el PKK. Ofensiva que ha acercado al brazo político kurdo al gobierno de Damasco. Idlib linda al Este con el Kurdistán iraquí, y una frontera cerrada por la Covid-19.

Con unos cuatro millones de habitantes aproximadamente, 200.000 de ellos desplazados por la incursión turca, toda ayuda de la ONU ha de pasar obligatoriamente por Damasco desde que el pasado mes de enero Rusia vetara la renovación del acuerdo transfronterizo que permitía a la agencia distribuir ayuda humanitaria desde Irak. De hecho, es desde el vecino Kurdistán iraquí donde se acaban de aprovisionar de cinco máquinas de test PCR, tres de ellas compradas a los Emiratos Árabes Unidos, según precisa el Centro de Información de Rojava (RIC, por sus siglas en inglés y creado por voluntarios internacionales sobre el terreno).

“De los 11 hospitales públicos, tan solo dos funcionan”, asegura un miembro de RIC. En un reciente informe, la ONG Human Rights Watch también ha denunciado a Turquía por cortar el acceso al suministro de agua para medio millón de civiles en esta zona, un acceso vital para mantener las condiciones de higiene mínimas. Según el informe de la LSE, el umbral máximo que la región kurda puede asumir es de 460 contagiados graves antes de que colapse el sistema hospitalario. La capacidad médica sigue siendo muy limitada dice la Administración kurda, con 140 camas de las cuales 60 de ellas en la UCI, y apenas 40 pertrechadas con ventiladores. “Una propagación descontrolada en estos países (en guerra) podría alargar la pandemia globalmente y favorecer nuevos brotes”, concluye el informe.

FUENTE: Natalia Sancha / El País