La metamorfosis de Erdogan: De preso de conciencia a carcelero

El presidente turco ha pasado de ser un referente del islamismo político moderno a convertirse en un padre de la patria autoritario, que cierra periódicos y encarcela a aquellos que le llevan la contraria

Muy pocos políticos son capaces de sobrevivir a su hemeroteca. El presidente turco Recep Tayyip Erdogan no sería uno de ellos. ¿Quién iba a imaginar que el joven alcalde de Estambul preso en 1998 por leer un poema islamista y declarado “preso de conciencia” por Amnistía iba a encarcelar a su director años después? Durante sus tres lustros en el poder, el líder turco ha experimentado una metamorfosis digna de Kafka: de ser el referente del islamismo moderado, el político que amarraría Turquía a la Unión Europea (UE) y el padrino de la frustrada Alianza de Civilizaciones, a convertirse en un sultán, un padre de la patria autoritario, que cierra periódicos y encarcela a aquellos que le llevan la contraria.

Erdogan asumió el cargo de primer ministro tal día como hoy hace quince años tras la histórica victoria del AKP, partido formado por él mismo un año antes, en las elecciones parlamentarias de 2002. Su triunfo fue visto como una ola de aire fresco que rompía con la hegemonía entre el islamismo tradicional de su padre político, Necmettin Erbakan, y los nacionalistas laicos. Llegaba el turno de una suerte de “democratacristianos” a la turca que aunaban los valores religiosos con el liberalismo. Un partido visto con recelo desde el establishment formado por una coalición de islamistas, liberales y moderados.

Fueron los días de vino y rosas. Erdogan llegó al poder en medio de una crisis financiera que forzó a Turquía a pedir un rescate al FMI y transformó la economía hasta convertir al país en un potente exportador con cifras de crecimiento similares a las chinas. Se enfrentó al poder en la sombra que era el ejército, herederos y guardianes del laicismo de Estado proclamado por Atatürk y proclives a los golpes de Estado. Se presentó a la comunidad internacional como el abanderado de un nuevo Islam político, tolerante y moderno, e inició conversaciones con Bruselas para la integración como miembro de la UE.

Parecía que, con Erdogan, el Estado liberal se consolidaba en Turquía. Su punto álgido, según el profesor Kemal Kirişci, director del Turkey Project de la Brookings Institution, lo marca la polémica en 2005 sobre la celebración de un congreso en la universidad de Bilgi sobre el genocidio armenio (palabra que nunca llegó a pronunciarse), cuando el ministro de justicia Cemil Çiçek afirmó: “No estoy de acuerdo con la posición de la Conferencia, pero esto es una democracia”.

En 2007 Erdogan vuelve a ser elegido primer ministro y llega al pico de su reputación. Turquía preside el Consejo de Seguridad de la ONU, un cargo que no ocupaba desde 1961. El presidente israelí Simon Peres elige Ankara para hablar por primera vez ante un Parlamento de un país musulmán. Para colofón, habla sobre el proceso de paz ante su homólogo palestino Mahmud Abas, que se encuentra entre la audiencia. Erdogan cambia de posición respecto a Chipre normalizando las relaciones con Grecia. En 2009, Obama propone ante el Parlamento turco “un modelo de alianza basado en valores compartidos”. Ese mismo año, Erdogan anuncia un plan para la paz con los kurdos y en 2010 gana con holgura un referéndum constitucional para amoldar al país a las demandas de Bruselas, que sigue dando largas a Ankara. Entre tanto, el popular primer ministro socava el poder del ejército y el nacionalismo laico a través de procesos judiciales.

Para su tercera legislatura, en 2011, el AKP logra casi el 50% de los votos. Una victoria aplastante. Erdogan y Turquía son una sola cosa, o al menos, así lo cree. Pero entonces, llega la Primavera Árabe y Erdogan abraza el cambio. Se embarca en una gira por Egipto, Túnez y Libia, con el objetivo de exportar su “democracia islamista” e incluso se permite el lujo de enseñar los dientes a Israel tras el asalto a la Flotilla de la Libertad que iba rumbo a Gaza. Pero le sale mal la jugada. Estalla la guerra en el patio trasero de Siria, dando alas a las aspiraciones de los kurdos sirios. Y en 2013, un golpe de Estado militar derroca al único presidente democráticamente elegido de la historia de Egipto y aliado turco, el líder de los Hermanos Musulmanes, Mohamed Morsi. Turquía se queda un poco más sola al tiempo que, desde Europa, Merkel y Sarkozy lanzan señales de que, por más que cambie, el país nunca encajará en la UE.

Mientras, en Estambul, una protesta de unos ecologistas contra la tala de unos árboles en el parque Gezi deriva en un movimiento multitudinario de rechazo a lo que se percibe como una deriva represora de las libertades del AKP. Miles de jóvenes ocupan la céntrica plaza Taksim. Erdogan se siente traicionado y reacciona con duras cargas policiales, cientos de detenciones e incluso bloquea las redes sociales. No obstante, y en medio de escándalos de corrupción entre sus allegados, el político vuelve a ganar en 2014 en las primeras elecciones presidenciales directas de la historia de Turquía. Como primer ministro había agotado todas las legislaturas previstas en la Constitución, pero Erdogan no está dispuesto a alejarse del poder. Él es “Baba Erdogan” (“papá Erdogan”), el líder que mejor entiende a su pueblo.

Pero esta seguridad se tambalea cuando en 2015 el AKP pierde sorpresivamente la mayoría absoluta y un Erdogan humillado se ve obligado a repetir las elecciones. Superado el bache electoral, en 2016 sucede uno de los capítulos más oscuros de la historia reciente de Turquía. La noche del 15 al 16 de julio el ejército protagoniza un golpe de Estado y durante algunas horas el presidente turco permanece en paradero desconocido. Reaparece en directo en una televisión privada dirigiéndose al pueblo a través de la pantalla del móvil de una presentadora. Los turcos ven por primera vez a un Erdogan desencajado. Mientras, en las calles, el pueblo rebelaba y la revuelta militar es sofocada. “Las dudas de algunos países a la hora de condenar el Golpe contra un gobierno democráticamente elegido cuando los turcos se levantaron para defender su democracia fueron un grave error”, comenta el profesor Kirişci. Entre eso y el portazo de la UE, Erdogan acaba por perder la confianza en Occidente y se refugia en el nacionalismo y el personalismo.

A partir de este punto, la deriva conspiranoica y autoritaria se acelera. Convencido de que detrás del golpe está la larga mano del clérigo y ex aliado Fethullah Gülen, exiliado en Estados Unidos, Erdogan detiene a miles de personas. Purga el ejército, la policía, la administración, las universidades… Cierra periódicos opositores y persigue a periodistas e intelectuales críticos. Les acusa de gülenistas, de espionaje, de traición. “Cuando has ganado tantas elecciones como Erdogan, te vuelves más hostil a las críticas y piensas que entiendes mejor a tu pueblo que el resto”, razona el experto en Turquía del Cidob, Eduard Soler. “Sus políticas han polarizado la sociedad y hay pocos matices. O le veneras o lo detestas. Eso lleva a que él perciba cualquier crítica como un ataque muy personal”, indica.

En esta vorágine de autoreivindicación, Erdogan convoca un nuevo referéndum en 2017 con la intención de convertir a Turquía en un régimen presidencialista que le otorgaría más poder a la hora de nombrar a altos cargos, entre ellos los del poder judicial. Fue una consulta “con irregularidades en la que el bloque del Sí y del No tuvieron capacidades muy diferentes para hacer campaña. Y aun así, Erdogan gana por la mínima”, afirma Soler.

En paralelo, Turquía ha iniciado una campaña bélica contra los kurdos de Siria, olvidado y enterrado ya desde hace tiempo el proceso de paz con el PKK. Ankara teme la instauración de una región autónoma kurda a lo largo de su frontera, motivo por el cual ataca a las fuerzas del YPG, aliadas de los EEUU contra el Estado Islámico, en el enclave de Afrin. Esta operación ha perjudicado sus relaciones con Washington, dañadas desde la asonada militar fallida por la exigencia de Erdogan de que deporten al clérigo Gülen.

Durante estos quince años, Erdogan ha ido sacándose de encima a la gente más veterana del AKP, a los antiguos compañeros de partido que formaron en un principio esa amalgama entre los valores religiosos y el liberalismo que era su partido. “En este momento se rodea de gente muy fiel que sólo le dicen ‘Sí, señor’. Tiene la sensación de que conoce el país mejor que nadie, y no acepta que le den lecciones porque ha demostrado que tiene la habilidad de saber cómo se mueve la sociedad turca”, explica Soler.

Pero además, Erdogan se comporta como un líder desconfiado y paranoico. “Pasó por la cárcel en un momento en el que los militares y el establishment kemalista y laico tenían mucho poder. Tiene la sensación de que si fuera por ellos, se lo habrían cargado tanto a él como a todo lo que representa”, indica Soler. El mandatario está convencido de que perder el poder supondría una amenaza casi existencial tanto para él como para su familia.

Sin embargo, Erdogan ha conseguido ganarse a gran parte de su pueblo. No hay que olvidar que, en esencia, la sociedad turca es de derechas y conservadora. El mandatario les ha dado, según Soler, “una perspectiva de progreso. Eso genera una sensación en sectores no muy politizados de status quo, de ‘más vale malo conocido’, de estabilidad. Ha cuajado el discurso de ‘o yo, o el caos’. Esto se magnifica cuando uno ve a una Europa que no acaba de tirar y un entorno geográfico lleno de problemas. Es una vacuna contra experimentos, la gente quiere estabilidad”.

Pero pese a todo, la mitad de la población se opone radicalmente a él. Y es que, como recuerda Kirişci: “Turquía no es Erdogan”. Esa es su gran angustia. “Muchas veces se compara Turquía y Rusia por ciertas actitudes. Pero sabemos que Putin en ninguna circunstancia perderá las elecciones. En cambio, él sabe que las puede perder”, afirma Soler. Volviendo a las hemerotecas, en 1996 Erdogan hacía un curioso símil sobre la democracia: “Es como un tranvía. Te lleva a donde tienes que ir, y entonces, te bajas”. Tras quince años en el poder y sin haber llegado todavía a su parada, Erdogan parece estar cansado de su viaje.

FUENTE: Marina Meseguer / La Vanguardia