Se enciende el generador que devuelve la electricidad al barrio de Qamishlo durante unas horas y, con la electricidad, vuelven las noticias en la tele y el Internet. Nada nuevo ni diferente de los últimos días: actualización de la situación en Serekaniye, Til Temir, imágenes de las manifestaciones de hoy por el asesinato cometido ayer de ocho niños y dos adultos en Til Rifat a manos de Turquía… Nada que salga de la normalidad de las últimas semanas en Rojava, una normalidad forzada, un estado de excepción que de permanente se ha vuelto cotidiano. Un estado de preocupación normal, pero ya integrado en el día a día: por cuánto ha bajado la lira y cuánto ha subido el precio de las cosas básicas, por no estar demasiado rato en el mercado no se diera el caso de que en el tiempo que duran las compras algo explote cerca, por cómo estarán las hijas que viven fuera desde hace años, por cuándo va a volver la electricidad general que permitirá tener agua caliente, poner una lavadora o alguna estufa en la habitación, ahora que el frío se empieza a notar…
Y al abrir Twitter, una foto de Pedro Sánchez con Erdogan con un texto de complicidad entre ambos, y un montón de comentarios diciendo cuánto en común tienen. Pasado el primer momento de rabia y odio profundo, no puedo de dejar de pensar en cuántas veces, en los pocos días que llevo aquí, he oído que kurdos y catalanes somos iguales, con el mismo problema con nuestros respectivos estados, que oprimen y vulneran tantos derechos como quieren, y más.
Y no puedo dejar de pensar en la vergüenza que siento cada vez que alguien me lo dice, y en todas las cosas que creo que les respondería si mi dominio del idioma no fuera tan precario.
Probablemente les diría que, como nos han hecho entender las compañeras del movimiento antirracista, nosotras estamos en el lado privilegiado del mundo dónde, aun habiendo represión, los conflictos no se solucionan con bombardeos sino con juicios (injustos), sentencias (injustas), y donde lo que más miedo nos da cuando nos manifestamos (y no sin motivos) es que nos saquen un ojo. Y eso no sería para sacarle importancia a lo que pasa allí, sino porque al fin y al cabo, por muchas similitudes que podamos encontrar, a nosotras no nos matan (bueno, sí nos matan por ser mujeres, migrantes… pero no por ser catalanas).
Igual no lo diría, pero lo pensaría, que pese a la simpatía y el amor que muchas sentimos hacia el pueblo kurdo, si ellas fueran un día a Catalunya tendrían que aguantar miradas tal vez por llevar velo, por tener la piel más oscura, o por hablar kurdo o árabe. Porque el ser catalán o catalana no implica no ser racista, por mucho que algunas intenten negarlo.
Pensaría también, que si algún día existiera un Estado catalán y ellas fueran allí a vivir difícilmente tendrían ni voz ni voto (literalmente). Porque el proyecto político que están construyendo aquí, donde tiene que haber representación de los distintos grupos sociales y la democracia es participativa y no representativa, donde hay co-presidencias y co-alcaldías y siempre hay una mujer y un hombre en ellas, dónde la vida colectiva es tan importante… Está a años luz del discurso independentista mayoritario que hay allí, o del discurso de las izquierdas españolas que no están a pie de calle. Un discurso que sigue siendo capitalista, racista y que sigue entendiendo el Estado como un fin, y no como un medio. Un Estado donde, con las propuestas políticas que hay sobre la mesa, ellas probablemente no tendrían cabida, cómo no la tienen ahora tantas personas con las que convivimos.
Aun así, al ver hoy la foto de Erdogan y Sánchez se ha despertado entre nosotras un sentimiento de complicidad que no era entre individuos, sino donde nos reconocíamos como pueblos. Complicidad de saber que nos encontramos frente a unos estados que utilizarán todas las herramientas a su alcance para que los equilibrios de poder que hay, se mantengan y que se van a apoyar pase lo que pase, como también haremos nosotras al plantarles cara.
Y complicidad de sentirnos juntas como personas, ahora y aquí, viviendo esta normalidad anormal, donde, pese a todo, acabamos riendo cada vez que nos faltan las palabras para entendernos.
Qamishlo, 5 de diciembre de 2019
FUENTE: El Salto Diario