Irak, Siria, Turquía: la banalización del uso de las armas químicas

La historia del uso de las armas químicas en Oriente Próximo no es una novedad. Ya en 1988, Halabja fue blanco de bombardeos con gases tóxicos. En plena guerra entre Irán e Irak, Sadam Husein lanzó un ataque contra esa ciudad fronteriza poblada de kurdos, que acababa de caer bajo control iraní: causó 5.000 muertos. Incluso en la actualidad, la región de Halabja posee la tasa más alta de cánceres y de nacimientos con malformaciones de todo el país. Y circula el rumor de que el gas mostaza y el cianuro que, a priori, causaron la masacre, habrían sido comprados por el ejército iraquí en un sitio norteamericano de ventas en línea.

Pero en ese momento, todos los países occidentales eran proveedores de todo tipo de armas a Irak, considerado como un bastión contra el islamismo iraní. A pesar de haber conmovido a la opinión pública, el ataque fue recibido con indiferencia por la “comunidad internacional”. El relator de la ONU se contentó con señalar que “una vez más, se emplearon armas químicas tanto en Irán como en Irak”, y que “la cantidad de víctimas civiles aumenta”. Un mes más tarde, la Subcomisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas votó en contra de la condena de Irak por violaciones a los derechos humanos.

Desde Halabja, el primer bombardeo químico perpetrado por un Estado contra su propia población, las cosas no han cambiado mucho. Este tipo de armas se sigue utilizando en los conflictos en Oriente Próximo, en medio de una indiferencia casi general.

Las armas nucleares de los pobres

A veces llamadas “las armas nucleares de los pobres”, las armas químicas son fáciles de fabricar: sus componentes también sirven para producir dentífricos y productos farmacéuticos. Si bien son considerados de doble uso, civil y militar, y su exportación está sometida a autorizaciones especiales, resulta fácil conseguirlos. Las armas químicas también son fáciles de almacenar (y de ocultar) y presentan la ventaja de poder hacer daño hasta en las áreas de difícil acceso (sobre todo los túneles, grutas y refugios subterráneos). No dejan rastros inmediatos en el ambiente y el paisaje, lo que complica los esfuerzos para demostrar su empleo. Estas razones, entre otras, explican la ausencia de sanciones o de represalias: hasta nuestros días, la comunidad internacional nunca intervino en un conflicto luego de ataques químicos.

Sin embargo, las armas químicas están prohibidas desde el Protocolo de Ginebra, de 1925, que prohíbe el empleo en la guerra de medios bacteriológicos y de gases asfixiantes, tóxicos o similares. En 1989, se celebró en París una conferencia internacional sobre la prohibición de las armas químicas. En 1993, se abrió a la firma la Convención sobre la prohibición del desarrollo, la producción, el almacenamiento y el empleo de armas químicas y sobre su destrucción (también llamada Convención sobre la Prohibición de las Armas Químicas, CAQ). Así nació la Organización para la Prohibición de las Armas Químicas (OPAQ, OPCW en inglés), que actualmente reúne a 193 Estados.

Pero este arsenal institucional no tiene mucho peso ante las existencias de armas ilegales que poseen algunos de los Estados miembros. La OPAQ existe desde hace más de un cuarto de siglo: durante estas décadas, sin embargo, la amenaza del empleo de las armas químicas se ha banalizado. “Hoy celebramos el 25º aniversario de la entrada en vigor de la Convención sobre la Prohibición de las Armas Químicas, que permitió la destrucción del 99% de las existencias declaradas de armas químicas gracias a la integridad y el profesionalismo de la OPAQ. Pensábamos haber terminado con estas armas repudiables. Sin embargo, un cuarto de siglo después de la entrada en vigor de la CAQ y a casi cien años de la prohibición de su empleo en la guerra, la amenaza del uso de armas químicas, al contrario, se ha banalizado”, declaró el 29 de abril de 2022 la embajadora francesa Sheraz Gasri, en el Consejo de Seguridad de la ONU. Este tipo de armas han sido empleadas con frecuencia, ya sea por regímenes autoritarios contra sus propias poblaciones, en terrenos de conflictos internacionales o durante guerras de conquista territorial.

De la línea roja a la luz verde

En varios sentidos, el caso de Siria es emblemático respecto a la peligrosa inacción internacional frente al uso de las armas químicas. Los bombardeos cometidos por Bashar al-Assad en Siria son el símbolo del fracaso de la coalición, y del abandono de las poblaciones civiles y de los acuerdos internacionales.

El 21 de agosto de 2013, el régimen bombardeó Ghouta Oriental con gas sarín y causó, por lo menos, 1.400 muertos. El presidente de Estados Unidos, en ese entonces Barack Obama, había insinuado que el empleo de las armas químicas por parte del régimen significaría “una línea roja” y dio a entender que la comunidad internacional intervendría en el conflicto. Pero se echó atrás y el 14 de septiembre firmó un acuerdo con Rusia sobre el desmantelamiento del arsenal sirio. Ese mismo día, Siria adhirió a la OPAQ y se comprometió a “no producir, almacenar ni emplear armas químicas”.

Desde entonces, se detectaron más de 200 ataques con armas químicas en el territorio sirio. La mayoría de ellos es imputable al régimen.

Se sospecha que, en 2014, tres empresas europeas exportaron a Siria varias toneladas de isopropanol y de dietilamina por cuenta de Mediterranean Pharmaceutical Industries (MPI), que, tras haber obtenido la licencia de una empresa farmacéutica suiza, se lanzaba oficialmente en la producción de Voltaren, un gel antiinflamatorio de venta libre. El isopropanol y la dietilamina son ingredientes del gas sarín y del agente neurotóxico VX. El director de MPI, Abdul Rahman Attar, hoy fallecido, era cercano al régimen sirio.

En 2015, los países occidentales se alarmaron porque se decía que Estado Islámico (ISIS) habría empleado a su vez armas químicas contra las poblaciones kurdas. Esas armas provendrían de viejas existencias de Sadam Husein en Irak, o del arsenal que Assad pretendía haber eliminado. En ese momento, lo que se temía era la propagación del uso de esos gases en los proyectos de atentados en países europeos. El antecedente del ataque con gas sarín en el metro de Tokio, que había causado 13 muertos y miles de personas intoxicadas en 1995, hacía temer lo peor. Manuel Valls, el entonces primer ministro de Francia, equipó todos los Servicios de Atención Médica de Emergencia de Francia con antídotos, pero el estancamiento de las investigaciones de la OPAQ y la lentitud de los procedimientos en la ONU dejaron el terreno despejado para Assad y el ISIS.

En 2017, la masacre de Jan Sheijun, perpetrada por el régimen sirio, causó 100 muertos en un ataque con gas sarín.

La ausencia de reacciones de la comunidad internacional fue una luz verde para Assad y su aliado ruso, Vladimir Putin: podían seguir bombardeando a la población sin temor a sanciones ni represalias. Bajo la mirada impotente de la comunidad internacional, las provincias de Hama, Alepo e Idlib fueron bombardeadas con gas sarín, gas mostaza, cloro… Siria se convirtió, dicen algunos, en el laboratorio de Putin: allí prueba sus armas, sus milicias y su inmunidad, anticipando los conflictos por venir.

El PKK registra 1.300 ataques químicos

Las primeras sospechas de empleo de armas químicas por parte de Turquía contra las poblaciones kurdas iraquíes y sirias se remontan a 2019. Las acusaciones coincidieron con las amenazas del presidente Recep Tayyip Erdogan de abrir sus fronteras europeas a los refugiados sirios que se encontraban en su territorio: un arma, esta vez demográfica, con frecuencia empleada por Ankara para obtener apoyo en su lucha contra los kurdos. Turquía bombardeaba, la comunidad internacional permanecía impasible. Solo generó algo de revuelo la enigmática historia de un adolescente kurdo sirio de 13 años gravemente herido por gases químicos, trasladado desde Irak a pesar de un intento de recuperación por parte de Turquía y tratado en Francia en un total hermetismo. Los resultados de sus análisis médicos, que debían demostrar el empleo de un producto químico, nunca fueron revelados.

El Partido de los Trabajadores de Kurdistán (PKK) y sus organizaciones afiliadas siguen dando la señal de alerta, y desde el mes de abril de 2021 han denunciado más de 1.300 ataques químicos turcos en territorio kurdo. En Turquía, aquellos y aquellas que se oponen a los ataques son detenidos. Sebnem Korur Financi, presidenta de la Unión de Médicos de Turquía, fue procesada por “propaganda a favor de una organización terrorista” y “denigración pública de la nación turca” luego de haber solicitado la apertura de una investigación sobre el asunto. Estos arrestos de médicos o de periodistas apenas generan inquietud en los medios de comunicación occidentales, que se indignan ante la vulneración de la libertad de expresión. Y cuando los miembros de la diáspora kurda intentan alertar a los europeos sobre los bombardeos químicos turcos, sobre todo frente a la sede de la OPAQ en La Haya, también son detenidos.

Imposible realizar investigaciones independientes

Los videos que nos han llegado de los ataques y de la larga agonía de las personas afectadas son inequívocos: efectivamente, se han lanzado agentes asfixiantes, y los profesionales sospechan que se utilizaron gases muy tóxicos, aunque no pueden presentar pruebas irrefutables de esa hipótesis. Y con razón: los investigadores independientes no tienen permiso para acceder al terreno y a los testigos de esos bombardeos. Es lo que ha sucedido con la delegación de la Asociación Internacional de Médicos para la Prevención de la Guerra Nuclear (International Physicians for the Prevention of Nuclear War, IPPNW), que en septiembre de 2022 visitó el norte de Irak, donde estuvo vigilada muy de cerca por los miembros del Partido Democrático del Kurdistán (PDK), controlado por el clan Barzani, aliado cercano del presidente Erdogan. ¿Qué se empleó: gases lacrimógenos, cuyo uso está prohibido en un contexto de guerra, o fósforo, bastante más peligroso y cuyo uso está autorizado en el campo de batalla pero no contra los civiles?

A falta de pruebas, la delegación dejó la pregunta abierta y planteó otra en el título de su informe: ¿Turquía está violando la Convención sobre Armas Químicas? Una pregunta casi retórica, acompañada con un comentario apremiante: es necesario realizar con urgencia una investigación independiente sobre posibles violaciones a la Convención sobre Armas Químicas en el norte de Irak.

Parecería que la comunidad internacional no tiene ningún apuro por encargar una investigación de la ONU sobre el asunto. Sin embargo, para que se realice una investigación, basta con que un Estado miembro de la OPAQ solicite la apertura de una misión de determinación de los hechos. Eso le enviaría al presidente turco Erdogan la señal de que el empleo de las armas químicas sobre las poblaciones civiles de los países vecinos no quedará impune. Para que los ataques turcos de la actualidad no sean considerados mañana como el laboratorio de un nuevo conflicto, se necesita de manera urgente aprender las lecciones de 2013.

FUENTE: Nina Chastel / Traducido del francés por Ignacio Mackinze / Orient XXI / Fecha de publicación original: 9 de enero de 2023

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