¿Qué busca Erdogan en África?

El pasado mes de diciembre tuvo lugar en Estambul la III Cumbre África-Turquía. Con más discreción que otros actores, Ankara intensifica sus lazos políticos, económicos y culturales en el continente africano. Junto a una significativa presencia diplomática -cuenta con 43 delegaciones-, el presidente turco es uno de los líderes mundiales con más visitas a tierras africanas.

Drones, escuelas y rutas comerciales. Es una curiosa combinación con la que Turquía busca un lugar en la nueva carrera geopolítica global. En el plano discursivo, Ankara mezcla aspectos del tradicional tercermundismo -como país desvinculado de la historia colonial del continente- con elementos de un islamismo humanitarista. En la práctica, se ha abierto camino con una estrategia de soft power (poder blando), aunque lo hard (duro), en forma de bases militares o venta de armas, está adquiriendo mayor peso. Para Turquía no es solo que África sea un continente de oportunidades, sino que es el resultado de una política exterior más ambiciosa y de un contexto global marcado por la competencia geopolítica. ¿Por qué es relevante la presencia turca en África? ¿Qué ofrece? ¿Dónde y por qué es más potente? ¿Y cómo la ven el resto de los actores?

África y los “otros” emergentes

El despliegue de China en el continente africano ha capturado buena parte de los debates sobre el renovado interés de los países emergentes en las naciones que se encuentran al sur del Sahara. No obstante, más allá de las relaciones chino-africanas, la nueva carrera por el continente africano ha ido alumbrando un escenario cada vez más diverso en cuanto a actores y agendas se refiere.

Por un lado, la presencia de los llamados rising rest (el resto de los emergentes) ha sido cada vez más visible y con mayor número de jugadores. A la presencia de Turquía cabe sumar la de países como Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos (EAU), Corea del Sur, Indonesia, Malasia o Irán, por poner algunos ejemplos. También los países norteafricanos como Marruecos, Argelia y Egipto han evidenciado un creciente interés por las realidades al sur del Sahara. Por otro lado, la Unión Europea (UE) en su conjunto, Francia en particular, y en menor medida Estados Unidos, se resisten a perder influencia a favor de toda esta constelación de potencias emergentes o reemergidas. El continente africano se afianza así como un espacio de competición geopolítica entre potencias globales y regionales.

Las motivaciones que llevan a todos estos países a interesarse por África, esencialmente de forma bilateral pero también desde una perspectiva regional, es muy diversa. El continente ofrece una serie de nuevas oportunidades únicas. Económicamente, es una fuente de energía y de otras materias primas. También es un mercado en ascenso gracias a su dinamismo demográfico y aumentan los incentivos para la inversión, por ejemplo, en materia de infraestructuras o construcción de vivienda. A nivel diplomático, los 54 estados independientes de África representan una gran fuente de votos en organismos internacionales como Naciones Unidas. En materia de seguridad, varios países africanos están aumentando sus compras de armas o se están convirtiendo en demandantes de cooperación militar. Ese es el espacio en el que Rusia ha tomado la delantera y donde Turquía empieza a buscar su lugar.

Los países africanos no son espectadores pasivos. Esta nueva red de relaciones también se construye sobre intereses compartidos. Para los estados africanos, la interacción con este mundo en ascenso también ofrece multitud de posibilidades, que van desde la diversificación de opciones que plantean las nuevas dinámicas de cooperación Sur-Sur y que rompen el monopolio que ostentaban los países occidentales, hasta nuevas fuentes de inversión, endeudamiento, negocio e incluso legitimidad política.

Esta nueva red de intereses refuta el supuesto carácter periférico del continente africano en el sistema internacional. Esta centralidad geopolítica no es novedosa, pero recuerda peligrosamente los tiempos en los que África era el escenario en el que competían potencias imperiales. La novedad es que en el siglo XXI los países y las sociedades africanos tienen un mayor protagonismo. Y esta es, precisamente, la carta que intenta jugar Turquía, que se presenta ante los africanos como un actor sin pasado colonial -la herencia otomana nunca se proyecta como tal- y que ofrece cosas tan atractivas para las emergentes clases medias africanas, como mayores facilidades en la obtención de visados, conexiones aéreas, producción audiovisual -las famosas telenovelas- o infraestructuras educativas.

Nueva política exterior

¿Qué busca y qué ofrece Turquía? Si África ocupa un papel cada vez más alto en la lista de prioridades de la política exterior turca, es por una suma de factores: la percepción de que África es un espacio de oportunidades, la constatación de que ahí se libra una competición geopolítica y, no menos importante, porque la ambición de Turquía es cada vez mayor.

El primer cambio en la política exterior turca se produjo coincidiendo con el fin de la Guerra Fría. Sin renunciar a su compromiso atlántico y a su vocación europea, la Turquía de Turgut Özal expandió los horizontes de su política exterior, empezando por Asia Central y los Balcanes. Turquía también empezó a implicarse más activamente en Oriente Próximo, región hacia la que la Turquía republicana había dado la espalda. Pero no fue hasta 1998 cuando el Ministerio de Asuntos Exteriores, liderado entonces por el socialdemócrata Ismail Cem, redactó su primer Plan de Acción para África.

La victoria del Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP, por sus siglas turcas), en 2002, aceleró este proceso. Empezó a hablarse de la “nueva política exterior turca”, y se atribuyó la paternidad de la reorientación a Ahmet Davutoglu, un académico de profundas convicciones religiosas, apasionado por la historia otomana, y que empezó su carrera política como asesor internacional de Recep Tayyip Erdogan. En 2009, fue ascendido a ministro de Asuntos Exteriores y escogido en 2014 como primer ministro. Davutoglu reivindicaba a Turquía como un país central de un vasto espacio euroasiático y africano, que no tenía una sola prioridad sino muchas y cambiantes. Para alcanzar esta posición, Turquía necesitaba una caja de herramientas en la que, junto a la diplomacia tradicional y al poderío de sus Fuerzas Armadas, añadía la cultura, la religión, el comercio, la ayuda humanitaria, la mediación o el refuerzo de su compromiso multilateral. Esa Turquía quería desempeñar un papel global y, por tanto, tenía que mirar hacia África subsahariana y América Latina, espacios donde hasta entonces su presencia era testimonial.

Fue un cambio impulsado desde instancias gubernamentales, pero lo hizo acompañado por un sector empresarial ávido por ampliar sus mercados. También por una red de organizaciones educativas y culturales vinculadas al clérigo Fethullah Gülen, que se beneficiaba de la proximidad que había cultivado con sectores del AKP. Turquía pasó de tener 12 embajadas en África en 2002, a 43 en la actualidad; el volumen comercial con África subsahariana se multiplicó por ocho durante el mismo período y los destinos africanos de Turkish Airlines fueron aumentando, llegando a los 58 enlaces regulares que hoy oferta desde Ankara con diversos enclaves del continente. A nivel político, los viajes oficiales al más alto nivel se hicieron más frecuentes, con Erdogan habiendo visitado 28 países africanos desde 2003.

En los últimos años, se han producido cambios en cuanto a protagonistas e instrumentos. En 2016 se prescindió de Davutoglu y también se consumó el divorcio entre Erdogan y los gülenistas, tras el intento de golpe de Estado de julio de ese año. El resultado es una política exterior más personalista. Erdogan intenta proyectarse en África como uno de los líderes del Sur global y, en algunos contextos, como un líder musulmán. Desde el Cuerno de África al Sahel también se observa con nitidez una de las novedades de la apuesta turca por África: su proyección como potencia militar, con los drones como carta más visible.

De Somalia al Sahel

En Somalia empezó todo. En 2011, Erdogan fue el primer líder no africano -desde George Bush en 1993- en visitar Mogadiscio. Antes, el político turco ya había ofrecido al entonces presidente Abdallah Youssouf Ahmed la disposición de Turquía a prestar ayuda. Coincidiendo con la visita, Turquía reabrió su embajada, hizo de Somalia uno de los escenarios preferentes de la incipiente cooperación al desarrollo de Turquía, la compañía aérea Turkish Airlines abrió conexiones directas y la empresa Al Bayrak obtuvo el contrato para renovar y gestionar el puerto de la capital. Con su implicación en Somalia, los dirigentes turcos parecían querer lanzar un mensaje: nosotros estamos ahí cuando otros los abandonan.

Diez años más tarde, la apuesta por Somalia es algo más que ayuda humanitaria y buenas relaciones diplomáticas. Desde 2017, Turquía tiene cerca de Mogadiscio su principal base militar, con estacionamiento de tropas y en la que forma cada año a 10.000 soldados del Ejército somalí. En 2020, Erdogan también anunció que el gobierno somalí había extendido una invitación para que Turquía realizara una exploración petrolífera en sus aguas.

Convencida de que la apuesta por Somalia había dado los frutos esperados y de que el Cuerno de África se estaba convirtiendo en uno de los principales escenarios de competición geopolítica -véase la acumulación de bases en Yibuti y la creciente presencia de los países del Golfo-, Turquía quiso ir más lejos. El Sudán aislado de Omar Hassan Al Bashir era un buen candidato. Erdogan visitó Jartum en 2017. Al Bashir, líder al que pocos invitaban, estuvo en la zona VIP en la ceremonia de apertura del nuevo aeropuerto de Estambul y en la toma de posesión de Erdogan como presidente en 2018. Siguiendo el patrón de Somalia, en 2019 se anunciaba la construcción de una base militar turca en Suakin, un puerto sudanés del Mar Rojo que había formado parte del Imperio Otomano. Con todo, el cambio político acontecido en Sudán, en abril de 2019, comprometió la apuesta turca y en la actualidad parece que son los países del Golfo y Egipto quienes gozan de mayor influencia en Jartum.

La relación con Etiopía

Otra relación controvertida es la que se ha gestado entre Erdogan y el primer ministro etíope, Abiy Ahmed. Turquía se ha ofrecido para mediar en el conflicto que enfrenta al gobierno etíope con el Frente de Liberación Popular de Tigray, a la vez que los dos países firmaban en agosto de 2021 un acuerdo militar y aumentaba la especulación sobre el posible uso de drones turcos por parte del Ejército etíope.

Prueba de que el interés de Turquía va mucho más allá de los territorios que habían tenido mayor proximidad con el Imperio Otomano, es el interés creciente por el Sahel. El primer paso fue intensificar su presencia diplomática -con la apertura de embajadas en Bamako en 2010 o Uagadugú y Niamey en 2012- y empresarial, que ha llevado a que sus relaciones comerciales con países como Malí se hayan multiplicado por diez desde 2003, o a establecer vuelos directos de Turkish Airlines entre Estambul y Bamako o Niamey. La Agencia Estatal de Ayuda al Desarrollo (TIKA) y diversas oenegés turcas, por su parte, también han incrementado exponencialmente sus intervenciones, por ejemplo, en materia de salud, con la construcción de hospitales y de clínicas móviles. A su vez, la diplomacia religiosa también ha desempeñado un papel clave con la construcción de mezquitas, como la levantada en Bamako para el Alto Consejo Islámico de Malí, la principal asociación religiosa del país, o con la reconstrucción en la ciudad de Agadez (Níger) de la Gran Mezquita y del palacio del Sultán de Air.

Pero es en el terreno de la seguridad donde la presencia de Ankara en el Sahel genera un mayor debate. La voluntad turca de contribuir a procesos de paz como el de Malí o a iniciativas militares como la del G5 y, sobre todo, a la consecución de acuerdos bilaterales de defensa con Níger o la venta de acorazados y drones a Burkina Faso, han despertado una enorme suspicacia en Francia o en países del Golfo, como los Emiratos Árabes Unidos. De hecho, Abu Dabi llegó a afirmar en agosto de 2020 que Ankara estaba rearmando a grupos armados de la región para lograr un mayor control de los recursos naturales, mientras que, por su parte, el presidente francés, Emmanuel Macron, acusó abiertamente a Turquía en noviembre de 2020 de menoscabar los lazos franceses con los países de la región saheliana, alentando el “resentimiento poscolonial”. Mientras que muchos africanos ven en Turquía un socio interesante, Francia y otros países europeos la perciben o bien como un competidor o, peor aún, como un factor desestabilizador.

FUENTE: Óscar Mateos Martín y Eduard Soler i Lecha / Mundo Negro / Atalayar

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