Siria: hablar de los traumas, tan importante como respirar

Shaima (*) tuvo a su cuarta hija cuando tenía 27 años. Estaba feliz de verla nacer, pero también cansada y abrumada. La sorpresa desagradable llegó pocas semanas después, cuando su marido insistió en que debían tener otro bebé. Después de cuatro niñas, quería un niño. La vida de la familia en una provincia del sur de la Administración Autónoma del Este y Norte de Siria (AANES), bajo gobierno kurdo, ya era agotadora para esta madre, que no podía imaginarse un quinto embarazo, pero su marido le prohibió que tomara píldoras anticonceptivas.

Unas semanas después, una vecina habló a esta madre de los espacios seguros para mujeres y niñas que había en la provincia. Shaima no sabía bien qué quería decir un “espacio seguro”. “Solo necesitaba hablar con alguien”, recuerda. Tras llamar a aquella puerta, un poco asustada al principio, la joven encontró por fin algún alivio: “Las flores, las pinturas y las fuentes del patio de este espacio protegido me tranquilizaron, y Aseel (*) estaba allí para escuchar mi historia y también para facilitarme una habitación en la que mis hijas jugaran”.

Aseel, una trabajadora social del espacio seguro, nunca ha utilizado la expresión “violación conyugal”. “Hay algunos temas delicados que no podemos abordar directamente, o para los que necesitamos el visto bueno de nuestro equipo de seguridad”, explica. “La sociedad sigue siendo muy conservadora y la guerra ha afectado profundamente”. En las sucesivas sesiones, después de escuchar a Shaima, Aseel la invitaba a reflexionar sobre las diferentes clases de presión psicológica y violencia doméstica. También le propuso varias sesiones de apoyo psicológico. “En algún momento, a Shaima se le ofreció la posibilidad de un trabajo y los abusos de su marido aumentaron. Le di el número de teléfono de emergencia para que llamara a una asistente social que la atendiera en casa si no podía venir”. El espacio seguro dispone también de unidades móviles en los pueblos pequeños de difícil acceso y de caravanas junto a los hospitales.

Según informes recientes, la violencia de género en Siria ha aumentado de manera alarmante a lo largo de las décadas del conflicto y se calcula que las personas que necesitan ayuda humanitaria permanente son ya 13,4 millones, y que ha provocado que el 90% de la población viva por debajo del umbral de la pobreza. Entre las víctimas, las mujeres y las niñas de todas las gobernaciones son las más afectadas por la violencia física, psicológica, sexual, económica y social, así como por los matrimonios forzados y precoces, la privación de la educación y la explotación laboral. Una crisis económica profunda que no deja de empeorar, junto con la implacable pandemia de Covid-19, no han hecho sino agravar la crisis a gran escala en los últimos dos años.

Cuando Hanan (*) se reúne con su equipo de colaboradoras que trabajan en espacios seguros de todo el noreste de Siria, sabe que la solidaridad y la concienciación son buenos ingredientes de partida para lograr un cambio, aunque sean menos visibles o mesurables que las intervenciones humanitarias. “Algunas organizaciones proporcionan refugios, alimentos y servicios sanitarios; otras también dan apoyo a la formación no académica, pero nosotras tenemos que centrarnos en la salud mental de las niñas y las mujeres durante la guerra, porque son las más vulnerables”, reflexiona sentada en el murete de la fuente que hay en el patio de uno de estos lugares.

“Creo que, en Siria, los programas de protección son tan necesarios como el alimento y el agua. A veces escuchar el sufrimiento ya es un comienzo”. El espacio seguro, que cuenta con el apoyo de LEARN -un consorcio de cuatro ONG internacionales dirigido por Solidarités International- ofrece sesiones de capacitación y de concienciación sobre temas como el matrimonio precoz o la importancia de la educación y los derechos con perspectiva de género.

Yaqoot (*), de 24 años, es una de las participantes. “Antes limpiaba casas, pero cuando nació mi hijo con una discapacidad, tuve que dejarlo (para cuidar de él). Mi marido, que también es primo mío, no lo aceptó y nos abandonó”, explica con serenidad en uno de los dormitorios. “Ahora mi sueño es aprender a coser y empezar un proyecto en mi casa, de manera que mi hijo esté conmigo todo el tiempo y yo pueda ganarme la vida. Sería un gran alivio”.

Yaqoot está muy contenta con las clases de costura, pero lo más importante y bonito es tener a alguien con quien hablar. “Cuando estás decepcionada, cansada y psicológicamente rota, vienes a este espacio. Aquí estás a salvo de tener que oír lo que dice la gente, te protege de las presiones sociales”.

Tiendas de protección en los campamentos

En uno de los mayores campamentos del noreste de Siria, alrededor de 60.000 personas encontraron refugio en plena batalla contra el Estado Islámico (ISIS). Las Fuerzas Democráticas Sirias (FDS) -una fuerza de coordinación que incluye a árabes, kurdos y a sirios bajo liderazgo kurdo- había derrotado al Estado Islámico en su último bastión de Baguz, a orillas del Éufrates, en la provincia de Deir Ezzor, con el apoyo de los ataques aéreos de la Coalición liderada por Estados Unidos. Los sirios y los iraquíes desplazados forman la mayor parte de la población de estos campamentos, entre la cual se encuentran también mujeres y niñas de diferentes nacionalidades.

En la tienda de protección del campamento está Soman (*) sentada en círculo con cinco compañeras. Ella dirige la reunión y pide a las participantes que compartan sus sentimientos y sus pensamientos. “La mayoría de ellas ha pasado por momentos muy difíciles. Su vida en el campamento tampoco es fácil; viven en una tienda en un clima desértico”, dice Soman, que a continuación explica las sesiones de apoyo psicosocial: “Hablamos del río como símbolo de la vida, como algo que representa los sucesos que hemos experimentado. En todos los ríos hay flores, rocas, algas. Intentamos comparar nuestra vida y dividimos el río en las distintas fases de la existencia. Intentamos recordar también las cosas buenas y positivas que nos han ocurrido. Debido a su sufrimiento, estas mujeres suelen olvidar los momentos bonitos”.

Soman trabaja como asistente de apoyo psicosocial y no siempre puede realizar su labor en el campamento, ya que a veces no se le permite entrar por motivos de seguridad. En los últimos años, y sobre todo en los últimos meses, los trabajadores humanitarios han estado en el punto de mira de los miembros del Daesh que viven en el campo de refugiados. Dentro y fuera de las instalaciones, los ataques de grupos como este han ido en aumento, y las Fuerzas Democráticas Sirias han efectuado redadas para detener a miembros de células durmientes.

Además del río como metáfora de la vida, Soman utiliza otros métodos para ayudar. “Hacemos sesiones de dibujo y una de las actividades es pintar una escalera poniendo por orden las metas que tenemos en mente. Hay objetivos a corto plazo que podemos alcanzar ahora y sueños para toda la vida que queremos alimentar”.

Hiba (*) participó en una de estas reuniones y dibujó la escalera pensando en sus objetivos: “Quiero aprender a coser y participar en un curso de alfabetización. Otras quieren aprender de memoria el Corán. Cuando tracé la escalera, arriba de todo puse una estrella: esa es mi meta final. La única manera de llegar a lo más alto es ir paso a paso”. Su primer paso fue ir al espacio seguro y preguntar por los cursos. Hiba participó en las sesiones de concienciación. Su marido, sus hijos y ella vivían en Hesekê, y en la época del Daesh fueron mudándose de un sitio a otro para escapar de los combates. Su esposo era cocinero y un día murió en un ataque aéreo dirigido contra el sector de Raqqa, en el que tenía su restaurante. “Como era una mujer, entonces no me era fácil moverme sola, así que cogí a mis hijos y me uní a un grupo de otras mujeres hasta que llegamos a Baguz”. Desde allí las trasladaron al campamento, donde viven ahora en un limbo, sin saber si las van a llevar a otro sitio o si se les permitirá volver a sus lugares de origen y junto con sus familias extensas.

Soman señala que muchas residentes del campo de refugiados se sienten obligadas a llevar el niqab, como en época del Daesh, debido a las amenazas de otras vecinas que siguen siendo leales a los principios del llamado Califato. “Hay pocos espacios en el campamento en los que ellas se sientan libres. Dentro de la tienda de protección pueden hablar y descansar, y al menos no tienen que cubrirse la cara, porque saben que respetaremos su privacidad y la confidencialidad”. Por eso, Hiba no ha dejado de acudir a estos encuentros desde que los conoció primera vez hace un año. “Vengo aquí todos los días. Intento olvidar que estamos en un campamento y disfrutar de este tiempo”, afirma. “Además de las actividades, hacemos ejercicios de respiración para aliviar el estrés. Aquí aprendí, y ahora puedo practicar también por mi cuenta, cuando estoy en mi tienda. Realmente, lo necesito”.

(*) Los nombres reales de las mujeres entrevistadas se han omitido a petición de las mismas.

FUENTE: Marta Bellingreri / El País

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