¿Cómo nos recuperamos, como personas, cuando en nuestros países se instalan el populismo o el fascismo? Todos pedimos que nos devuelvan la esperanza, apunta la escritora turca Ece Temelkuran, pero solo podremos recuperarla en la acción política, hombro a hombro con otros. La fe política necesita milagros políticos: estos ocurren entre personas concretas, en el lugar de los hechos, cuando nos comprometemos con nuestras convicciones.
-Tu libro anterior se llama Cómo perder un país. Los siete pasos de la democracia a la dictadura (Anagrama, 2019), pero el más reciente, Juntos. Un manifiesto contra el mundo sin corazón (Anagrama, 2022), se trata de cómo recuperarnos, personalmente, después de esa pérdida. ¿Cuál es el camino que te llevó de un libro al otro?, ¿cuál es la conexión, deliberada o involuntaria, entre ambos?
-Creo que tendría que empezar con un libro previo, Turkey, theInsane and theMelancholy (ZedBooks), que se publicó en septiembre de 2016. La fecha es importante porque en julio de ese año hubo un intento de golpe de Estado en Turquía. Había mucho interés en mi país cuando se publicó, y eso hizo que el libro atrajera cierta atención de los medios. Estuve en Londres haciendo una gira, presentaciones, entrevistas, todo eso. Cuando terminé, volví a Turquía justo cuando la oposición, los periodistas, los líderes de opinión -todos los que criticaban a Erdoğan- estaban siendo investigados o encarcelados, pues Erdoğan usó el intento de golpe como excusa para hacer una purga de las personas que lo incomodaban. Tras aterrizar en Turquía, me formé en la fila de revisión de pasaportes y cuando fue mi turno la señora que atendía se tomó mucho tiempo mirando el mío. Pensé “oh no, me van a confiscar el pasaporte o me van a arrestar”. Al final, me dijo “¡EceTemelkuran!, ¿podemos tomarnos una selfie?”. Recuerdo la sensación, como si la mitad de mi cara estuviera llorando y la otra mitad riendo, y haber pensado “hasta aquí, ya no puedo vivir en este país, el miedo se ha vuelto demasiado paralizante, no puedo pensar en nada más que el miedo y en si van a venir por mí”. Entonces tomé la decisión de irme.
Una vez que me fui, pensé que hay dos maneras de ser una “escritora exiliada”: puedes quejarte de lo que te pasó y de tu país una y otra vez, o puedes optar por ver qué está sucediendo en el mundo más allá de tu realidad. Yo me incliné por lo segundo. Esto fue a finales de 2016, así que al asomarme al mundo lo que vi es que lo que había pasado en Turquía estaba pasando en otros lugares: Orbán en Hungría, Kaczyński en Polonia, el referéndum por el Brexit, la victoria de Trump y en muchos otros países -Italia, Francia, Alemania- el ascenso del populismo de derechas. Caer en cuenta de eso fue importante, pues (lo que pasó con Erdoğan) fue tan desconcertante que no me había percatado de ello. De hecho, había un chiste en Turquía de que quizá éramos conejillos de Indias en un experimento hecho por alienígenas malignos, de que estábamos viviendo una suerte de prueba de resistencia hasta que el país se volviera completamente loco. Ponerlo en el contexto global me permitió ver las cosas con la cabeza más fría, ver los patrones comunes. Por eso escribí Cómo perder un país.
Mientras lo escribía me di cuenta de que todavía hay esa especie de doble excepcionalismo en los países de Occidente. Por un lado, realmente creen que esto no les puede pasar a ellos, que solo les pasa a países “locos” como Turquía, México, India, Italia. Por el otro lado, alguien como yo, que viene de fuera de Europa, no puede contar su historia, pero los europeos claro que pueden contar la historia de todos los demás, ¿verdad? Así que me tomó cierto tiempo convencerlos de que también les puede pasar y de que una mujer turca puede ser lo suficientemente buena como para ayudarles a entenderlo. Al final, el libro se publicó en más de una decena de idiomas.
Pero entonces todos los públicos con los que conversaba, de Sidney a Washington, me hacían la misma pregunta: ¿cómo vamos a enfrentar esto?, ¿cuál es la salida? Yo quería que Cómo perder un país funcionara como una alerta global, pero luego de escuchar esas preguntas una y otra vez, decidí que tenía que escribir otro libro para tratar de responderlas. Y por eso escribí Juntos, pensando en cómo imaginar alguna forma de solidaridad global contra el fascismo emergente.
Al hacerlo también me percaté de que en medio de una crisis tan compleja, tan enloquecedora, quizá lo único que nos queda es tratar de comprender a través del pensamiento poético, de la persuasión poética. Esa es la razón por la que Juntos está escrito de una forma muy distinta a Cómo perder un país. No es un libro enojado. Juntos es un libro sereno, escrito para quienes han cobrado consciencia de que hemos perdido nuestros soportes políticos y morales, para quienes saben que ya llegamos al grado cero, para recordar cuáles son los motivos por los que luchamos o por los que tenemos que luchar: la dignidad, la fe, el amor… porque a veces, en medio de la batalla, uno olvida por qué está peleando. Yo he sentido la necesidad de recordarme esa especie de contrato social mínimo.
Juntos es un libro sobre diez cosas en las que podemos estar de acuerdo para luchar contra el ascenso del fascismo, porque una de las cosas que el ascenso del fascismo hace es precisamente dividir y confundir a la oposición. Así que al escribirlo traté no solo de aclararme cuáles eran mis valores y creencias, sino de imaginar cuáles pueden ser los valores y creencias de una oposición global.
-En mi lectura, Cómo perder un país es un libro sobre cómo lo familiar se va volviendo extraño y Juntos es un libro que trata de hacer eso que se ha vuelto extraño, si no familiar, por lo menos habitable. Contra esa sensación descorazonadora de pérdida, tan generalizada, propones un tipo muy particular de resistencia colectiva. Colectiva porque vas muy deliberadamente a contracorriente de cierta tradición individualista que dice que cuando las cosas se ponen difíciles, siempre queda el consuelo de cultivar el propio jardín, es decir, de dedicarse a cuidar el mundo de uno y que el resto del mundo se cuide solo. Y digo resistencia porque tú no quieres montar el jardín lejos, en un lugar seguro, sino precisamente ahí donde están las dificultades, luchar por crear belleza justo en ese sitio. Para ti no hay tal cosa como el jardín individual, el jardín es colectivo o no es jardín, y hay que cultivarlo donde hace más falta, no donde esté más a salvo.
-Exactamente. Tal vez esto es demasiado personal, pero me recuerda lo que pasa cuando uno enfrenta una experiencia cercana a la muerte. Yo tuve que someterme a una operación muy dura a los quince años. Tuve tuberculosis en la columna vertebral y me quitaron una vértebra y dos discos. Ahí aprendí que el cuerpo, que una misma, que la vida es muy frágil. Todo es tan vulnerable. Lo único en lo que podemos ser verdaderamente fuertes es en nuestro compromiso de crear belleza o, para ponerlo en tus términos, cultivar el jardín. En eso es en lo que creo que tenemos que trabajar juntos.
Porque lo que hace el fascismo hoy, más que cualquier otra cosa, es dañar nuestra fe en nosotros y en la humanidad, sometiéndonos constantemente a representaciones horribles de lo humano. Pienso en Trump, en las cosas que dice, y en los que votaron por él. Es tan vergonzoso ver a tantos millones de personas mostrar que no les importa nada más que ellas mismas. Cuando lo ves una y otra vez, empiezas a pensar que la humanidad está podrida. Ese es un pensamiento muy, muy peligroso, que desemboca en una actitud nihilista o cínica, para la cual ya no hay nada por lo que valga la pena luchar, nada que merezca nuestro tiempo, nuestra energía, nuestro sacrificio.
Yo creo que esto proviene de una concepción neoliberal profundamente equivocada sobre lo que significa ser humano, esa es la fuente del fascismo actual. El neoliberalismo dice que somos narcisistas, calculadores, cretinos egoístas. Pero yo creo que los humanos también somos amables, solidarios, también ayudamos a quienes lo necesitan. Así es como creamos sentido, sin el cual no podríamos vivir. La moral neoliberal quiere refutar esto y el fascismo representa un escalamiento de esa refutación.
Pero volvamos a tu metáfora del jardín, me gusta. Digamos que le encontramos significado a la vida cultivando el jardín, sí, pero cultivándolo juntos, compartiendo la belleza del jardín. Porque es demencial la imagen de dedicar la vida a cultivar un jardín hermoso sin tener con quién compartirlo. Es estúpido. Necesitamos a los otros para que el jardín signifique algo. Y lo cultivamos no a pesar de su fragilidad, sino precisamente porque su fragilidad es bella. Eso es lo que nos hace humanos. Y es algo que el fascismo quiere que olvidemos: que somos seres que existen para crear belleza en contra de todas las dificultades. Esto es importante porque nuestra política debe surgir de este núcleo de pensamiento, de este corazón.
Cuando pones la definición fundamental de lo que significa ser humano en esos términos, puedes dirigir tu energía política en la dirección opuesta al fascismo. Si el fascismo nos hace perder la fe en la humanidad, entonces la oposición al fascismo se debe tratar de recuperarla. Eso quise hacer con Juntos. Si logramos sanar ahí, entonces podremos encontrar la motivación, el impulso para resistir y producir una acción política significativa.
-Encuentro en tu escritura múltiples ecos de Hannah Arendt. En tu idea, por ejemplo, de que necesitamos repudiar la sensación de que no importa lo que hagamos, no tendrá consecuencias, de que todo es demasiado pequeño o ya es demasiado tarde. Tú insistes en recordarnos que un aspecto fundamental de la condición humana es nuestra capacidad de reinventarnos y al hacerlo, como decía Arendt, crear algo nuevo. Las salidas al estado actual de cosas no van a aparecer por generación espontánea, necesitan ser creadas, construidas. Para empezar, dentro de nosotros mismos, en nuestra capacidad de comprometernos, de tener fe.
-Eso es algo que he notado mucho, no solo en mí sino en otros, y es algo de lo que casi no hablamos, pero deberíamos hacerlo. ¿Realmente creemos en lo que decimos?, en lo que decimos, ya sabes, cuando hablamos de esta o aquella acción política. Algunos de nosotros hablamos incluso de una revolución. ¿Realmente lo creemos?, ¿o solo estamos repitiendo lo que hemos escuchado o lo que creemos que tenemos que decir? Hay mucha falta de fe en los intelectuales, mucha falta de entusiasmo en los activistas también. No digo que en todos, desde luego, pero en muchos, incluso presiento que en la mayoría de ellos.
Estamos viviendo una especie de fin de los tiempos, hoy hasta podemos calcular cuándo acabará el planeta. Eso nos deja con un sentimiento de ¿y entonces para qué? No hay una utopía, no hay un dogma, así que para qué luchar. Mi principal argumento en Juntos es que incluso si al final no hay nada, existe la alegría de estar juntos, la alegría de la lucha, la alegría de la amistad política; eso es lo que hace que valga la pena. Nos han contado nuestra propia historia de una manera horrible, muy reduccionista. Sabemos que el socialismo fue vencido, sabemos que toda la gente idealista terminó del lado perdedor. Hemos escuchado esta historia de derrota tantas veces que hemos olvidado por qué toda esa gente estaba luchando en primera instancia. Mucha gente no habla ni transmite la experiencia de la alegría que se vive cuando nos juntamos para dar una batalla política.
Otro problema es la idea de la esperanza. Todo el mundo pide que le den esperanza, incluso los activistas políticos. Y yo pienso, no sé, en los vietnamitas cuando la invasión estadounidense: ¿ellos tenían esperanza? No lo creo. O pienso en muchos otros ejemplos, no sé, Cuba. ¿Pedía el Che Guevara que le dieran esperanza? Pienso que detrás de tanto pedir esperanza hay una falta de convicción. Escuchamos tantas historias de derrota que hemos olvidado las historias de fe. La fe no requiere pruebas, requiere milagros. Hemos olvidado que somos capaces de crear milagros a ras de suelo.
Un ejemplo reciente ocurrió en Turquía, poco después de un temblor terrible. Una región del tamaño de Austria quedó completamente destruida. No sabemos cuántas personas murieron porque el gobierno fue muy tramposo con la información y los números. Sin embargo, a los pocos días, grupos de personas, sobre todo activistas de izquierda, acudieron a ayudar, a tratar de regenerar la vida donde ya no quedaba nada. Pero, de verdad, nada. Hoy, junto con los damnificados y los supervivientes, han logrado no solo crear sentido sino poder político ahí, donde era necesario, en el lugar de la catástrofe.
La fe política necesita milagros políticos. Solo es posible crear esos milagros cuando vas al lugar de los hechos, donde están las dificultades. Los milagros no ocurren en el análisis o en el discurso político, ocurren trabajando hombro a hombro con otras personas. Yo creo que la acción política en nuestros tiempos debe orientarse en esa dirección. Hay mucha discusión sobre la falta de agencia en la política contemporánea y sobre la falta de movimientos masivos. Yo creo que la agencia política solo se puede desarrollar trabajando en la vida real, en lugares y con personas concretas, juntos.
-Al principio de Juntos hablas de la necesidad de un nuevo vocabulario emocional para el progresismo, lo que me sorprendió un poco, porque una crítica muy frecuente a los progresistas de hoy es que son demasiado emocionales o que son hipersensibles. En Estados Unidos, por ejemplo, se ha acuñado un grito de guerra antiprogresista: “¡A los hechos no les importan tus sentimientos!”. También me sorprendió porque para mí la política progresista, en términos históricos, siempre ha significado una defensa de la racionalidad en la vida pública, no una política de las emociones.
-Es una muy buena pregunta. Parte de por qué escribí Juntos fue como reacción al hecho de que la política de las emociones ha sido dominada por los fascistas populistas de derecha durante los últimos diez años; en Turquía, durante los últimos veinte años. Y hemos llegado a un punto en el que, por desgracia, los hechos no bastan para convencer a la gente. Creo que se reduce a una pregunta filosófica: ¿qué es más importante, convencer o movilizar?, ¿y cómo lo logras? Está la cuestión de la racionalidad, ciertamente, y tenemos que discutirla. Necesitamos un plan muy racional sobre qué hacer y hacia dónde ir. Pero luego, en el camino, está el problema de movilizar a la gente porque, como todos sabemos, existe este letargo, esta especie de inercia política, a pesar del sufrimiento y la injusticia que estamos viviendo. Entonces, ¿cómo movilizas a las masas y cómo llamas a la gente a la acción política? A eso me refiero cuando hablo de la necesidad de un nuevo vocabulario emocional para la política progresista.
-Mencionaste que Juntos no es un libro escrito con enojo -como lector lo agradecí mucho-. Dices que hemos sobrestimado el valor del enojo en la política a costa de menospreciar el valor de poner atención.
-Sí, pero, ¡ah!, el enojo es tan dulce… Lo deja todo tan claro, en un instante. Y es maravilloso porque te hace sentir empoderada. Pero no creo que sea sostenible, no puedes estar enojada todo el tiempo. Y tal vez la atención pueda darnos suficiente espacio para calmar el enojo y, en su lugar, mejor, asumir un compromiso. En vez de depender de la emoción fugaz de la ira, podemos comprometernos a hacer cosas, a participar en una acción política continua. La expresión excesiva de la ira, especialmente en las redes sociales, crea una ilusión de acción política y eso es peligroso, porque la gente siente “ah, ya hice lo que me tocaba” cuando tuitea algo furioso. Lamentablemente, hemos aprendido que las redes sociales no son nada cuando no hay acción política en la calle; si se combinan con la acción política, son mágicas, pero cuando no hay nadie en la calle, las redes sociales son solo millones de cámaras de eco. Hacer eco de una ira que no crea acción política no significa mucho para mí, para ser honesta.
-Tu libro puede leerse casi como un manual sobre cómo reconstruir un “nosotros” en clave democrática, sobre cómo crear dentro de nosotros mismos un espacio donde la resistencia contra el autoritarismo pueda arraigar. Voy a usar un término que generalmente se usa de forma despectiva, pero no lo digo en ese sentido: por momentos lo sentí tan urgente e íntimo que me pareció como una especie de libro de autoayuda política. He leído varios libros sobre populismo autoritario, retroceso democrático, fascismo, pero nunca había leído algo tan personal, perceptivo y sensible sobre esos temas.
-Cuando lo dices así, para ser completamente franca, no suena tan horrible. Cuando alguien más me dijo que era como un libro de autoayuda, me ofendí: “¡no lo es!” Pero luego pensé “bueno, si ayuda a alguien, está bien; no seamos demasiado arrogantes al respecto”. Yo creo que escribí un libro de filosofía política pero, sí, en un registro muy personal.
Quizá yo no debería decirlo, pero es un libro escrito con humildad… No, espera, no es la palabra adecuada. Déjame ponerlo de otra manera. Yo creo profundamente en la igualdad. Entonces, escribo para mis iguales. No quiero darle lecciones a nadie ni pretender que yo sé más. Escribo desde mi convicción en la igualdad. Y eso crea una sensación de intimidad en mi escritura, como si fuera una conversación personal. Si escribo sobre el agotamiento es porque estoy agotada. Si escribo sobre la desesperación es porque estoy desesperada. Si escribo sobre la pérdida de fe en la humanidad es porque he estado muy cerca de perderla. Escribir este libro fue mi manera de comprometerme a recuperar esa fe y de compartir cómo pude recuperarla. Si a la gente le ayuda a encontrar una manera de volver a creer en sí misma, está muy bien, porque esa es la única salida a la locura moral y política que estamos viviendo.
Todo esto es muy personal para mí. Detrás de todo lo que he escrito está todo lo que he vivido. Quizás también sea porque soy mujer, no sé, pero me lo tomo muy personal. Tuve que irme de mi país, me despidieron de mi trabajo, me humillaron, me atacaron, me amenazaron, me hostigaron, etcétera. Y pasé por todas esas cosas como persona. Tal vez por eso estoy escribiendo desde un lugar que es muy emocional. Y creo que muchas personas también viven la política como algo emocional. No es que digan “estos son los datos, así que elijo esta postura política”. No, para nada, no funciona así. Ves niños migrantes ahogarse en el mar y sientes que es insoportable verlos. O escuchas algo y te hace sentir de una manera que te moldea políticamente. Entonces, pues sí, si puedo decirlo así: Juntos viene del fondo de mi corazón.
-Quiero volver al tema de la utopía. Vivimos en una época tremendamente distópica. Entiendo por qué, en este contexto, podemos desarrollar cierta nostalgia por la imaginación utópica. Sin embargo, también está la historia. Y esa nostalgia corre el riesgo de volverse cándida o incluso boba. La imaginación utópica ha dejado muchos cadáveres en el clóset de la historia…
-Es verdad.
-¿Cómo derrotar el espíritu distópico de estos tiempos recuperando el valor de la imaginación utópica sin volvernos tontos útiles, apologistas, o al menos sin ser ingenuos?
-Bueno, es un peligro que quizá debamos correr. Yo he visto reacciones muy interesantes de las audiencias cuando he presentado mis dos libros más recientes. Con Cómo perder un país el público estaba muy atento, concentrado, o quizá estaba angustiado, aterrorizado, pero estaba ahí al cien por ciento, escuchando. Con Juntos, en cambio, especialmente al principio, he visto que el público se convierte un poco en una multitud de filósofos reyes, se echa para atrás, no está muy presente, llega demasiado rápido a sus conclusiones, incluso etiqueta mis argumentos como ingenuos. Y pienso: ¡cuánto miedo tiene la gente de ser percibida como ingenua! No solo por los demás sino incluso por sí misma, qué fácil es hacer la maniobra cínica y decir “ay, esto es tan ingenuo”. Sí, bueno, cuando estamos ocupados en tratar de sobrevivir, ¡ojalá pudiéramos darnos el lujo de no ser ingenuos!
No podemos evitar por completo que las utopías sean peligrosas. Pueden terminar siendo un cementerio de ideales y pueden costar mucha sangre. Aun así, necesitamos algún tipo de inspiración para crear alternativas al estado actual de las cosas. Crearlas no es una tarea fácil, hay todo tipo de peligros y riesgos. Pero debe haber una manera. Por eso hablo tanto de atención, de compromiso, de convicción, de hacer el trabajo de la acción política, un trabajo a veces aburrido e incierto. Tal vez soy un poco reformista en ese sentido. Qué palabra tan desagradable, no es para nada emocionante. Pero creo que ahí es donde está la humanidad en este momento: tenemos que enfrentar los hechos, tenemos que lidiar con la verdad, tenemos que hacer el trabajo. Ser conscientes de nuestros límites, pero también de nuestro potencial. Tal vez quiero que la gente sea más racional y por eso hablo tanto de emociones.
-Déjame compartirte algo muy personal que me pasó con tu libro. Conforme iba leyendo Juntos, me sentía muy persuadido por tu escritura, por tu voz, aunque fuera escéptico aquí y allá ante algunas de tus ideas, a la posibilidad de una revolución anticapitalista exitosa, por ejemplo. Pero a pesar de mi desacuerdo con tal o cual argumento, me sentía muy identificado con la intención, con el propósito de tu argumentación. Y entonces llegué a la parte en la que hablas de la gente cuya incredulidad termina por hacerla caer en la parálisis, la gente que es tan escéptica que sus dudas dejan de ser una fuente de interés o curiosidad para convertirse en algo que las vuelve incapaces de imaginar o de cambiar. Y entonces caí en cuenta: necesito dudar de mis propias dudas. Más allá de los puntos específicos de mi desacuerdo, me sentía representado en el empeño, en la búsqueda, en la metáfora del corazón como una fuerza de supervivencia.
-¡Ay, dios mío!, muchas gracias. “Necesito dudar de mis propias dudas” es la mejor retroalimentación que he recibido de un lector. Esta entrevista se está volviendo muy personal, pero yo también tuve muchas dudas después de escribir Cómo perder un país. Porque cuando encaras al fascismo, cuando piensas larga y duramente en él, cuando pasas un año escribiendo un libro al respecto y luego otro año hablando sobre el libro, empiezas a pensar que la humanidad está jodida, empiezas a dudar de tu fe en ella. Pero uno no puede vivir con esa duda tan grande. Tuve que encontrar una manera de sobrevivir emocional, intelectual e incluso físicamente. No es un cliché cuando digo que es muy personal. Sí, tuve que ponerme de pie otra vez, mirarme en el espejo y decir “todavía hay un motivo para vivir”. Y ese motivo es el amor, es la alegría, es la belleza, es la satisfacción de hacer cosas los unos por los otros. Hay un motivo para vivir, hay un motivo para escribir, hay…
-¡El corazón! Quiero decir, la verdad que la metáfora del corazón trata de comunicar.
-Es el pathos, sí. No parece que tengamos un pathos, así que quizá estoy tratando de crear uno. Para los jóvenes, por ejemplo, que intentan salvar el planeta de la crisis climática, porque quieren vivir, tener un futuro, y están tratando de hacernos entender a todos que debemos hacer algo ahora o de lo contrario vamos a perder el planeta, y lo perderemos mucho antes de lo que pensamos. ¡Tienen todos estos datos científicos, pero aún no pueden convencer a la gente de lo que está sucediendo frente a sus ojos! Cada año las temperaturas promedio son más altas, hay más incendios forestales, sequías, inundaciones, hambrunas, año tras año los árboles crecen más en el norte y cada vez menos en el sur. Tenemos que desarrollar la capacidad de conectar toda esa información y esa experiencia con las emociones que realmente puedan impulsar la acción política. Por eso necesitamos un pathos: porque los hechos no bastan. También necesitas la pasión, el corazón. Y eso es lo que estoy tratando de hacer, definir ese corazón, crear esa pasión. En cierto modo estoy tratando de escribir una poética de la política para el siglo XXI.
-En Juntos mencionas El secreto de Santa Vittoria (1969). Es una película sobre la resistencia en un pequeño pueblo italiano invadido por los nazis, sobre el valor de la unión en circunstancias muy, muy adversas. En tu interpretación, esta historia nos brinda una representación inusual del heroísmo: no como el logro de un individuo valiente y único, sino como algo que puede lograr una comunidad de personas asustadizas, comunes y corrientes. En tus términos, El secreto de Santa Vittoria no se trata del heroísmo del león sino del heroísmo de las ovejas, y elaboras un argumento contundente en torno a esa distinción, una propuesta para acabar con la veneración narcisista, cruel e incluso estúpida del héroe-león y para abrazar, en cambio, la modesta dignidad igualitaria de las ovejas heroínas. Es una hazaña de ingenio filosófico, ¿cómo fue que se te ocurrió?
-¡Porque yo estoy asustada todo el tiempo! La gente piensa que soy muy valiente, pero no lo soy. Estoy muerta de miedo y estoy segura de que mucha gente también lo está. Las cosas son jodidamente aterradoras, no es de extrañar que todo el mundo tenga miedo. ¿Por qué no lo tendríamos? Con la crisis climática, la política, la económica, todo. Como una persona de miedos, sé que no existe tal cosa como “enfrentar” o “vencer tus miedos” o superarlos. Solo aprendes a administrarlos, a vivir con ellos, y pensé que este es un conocimiento que debe nutrir la acción política. Todos tenemos miedo, pero cuando estamos juntos podemos ser fuertes, como las ovejas.
-Las ovejas son pequeñas, débiles, pero su fuerza viene de sus números y de su capacidad de actuar coordinadamente. Como la gente de Santa Vittoria, que hace un plan para cuando vengan los nazis e intenten llevarse el vino del pueblo, y se apegan a él, todos actúan en conjunto para que el plan funcione. No quiero decir que las ovejas tienen la virtud de la “obediencia” o la “disciplina”, porque esas palabras tienen connotaciones políticas horrendas, pero sí que hay una virtud en su comportamiento…
-Sí, tal vez no sea obediencia o disciplina, sino fe en el otro, un instinto de perseverancia, una convicción en lo que están haciendo y en hacerlo juntos. Después de todo, ¿qué más puedes hacer? El mundo entero no es muy diferente de Santa Victoria. Tenemos muy pocas opciones y ninguna es tan buena. Pero tenemos que hacer algo, contra viento y marea, y ver qué pasa. Nadie puede traer el cielo a la tierra, pero eso no significa que todos debamos resignarnos a que el mundo sea un infierno. Hay una frase que me encanta y que repito todo el tiempo: puede que no haya una victoria final, pero tampoco hay una derrota definitiva. No importa que sepamos que no habrá una victoria final, de todas formas tenemos que hacer lo que tenemos que hacer, incluso si no creemos en ello al cien por ciento.
-¿En quién piensas exactamente cuando escribes sobre la idea política o, mejor dicho, la emoción política de estar juntos? El filo de la pregunta corta por ambos lados: los que están en el otro bando también pueden estar viviendo la emoción política de estar juntos.
-Esa es una pregunta muy difícil. La primera parte de mi respuesta es que a veces los humanos son simplemente insoportables, ¿no? La estupidez de algunas personas, la ignorancia, la crueldad, la hipocresía, la mansedumbre, la tacañería, la torpeza, todo. Sin embargo, tenemos que tomar una decisión frente a eso. Permíteme decirlo de esta manera: creer en Dios requiere perdonar mucho a Dios. Por los desastres naturales, por todo tipo de injusticias, por la muerte de niños, etcétera. Creo, en consecuencia, que si queremos mantener nuestra fe en la humanidad también debemos aprender a perdonar a los humanos.
La segunda parte de mi respuesta es que una persona hermosa o un acto hermoso pueden alterar poderosamente nuestra percepción y ayudarnos a olvidar muchas cosas. Hay una economía en la emoción humana, en el mundo emocional, y hay que entenderla. Confiar en los humanos es en realidad más seguro que no confiar en ellos. Se necesita menos energía para estar decepcionado que para simplemente desconfiar de la gente.
-Esa respuesta raya en lo teológico. Tu idea del perdón suena cristiana, implica creer en la posibilidad de la redención.
-Bueno, la teología es una fuente de conocimiento, no deberíamos menospreciarla. En el fondo, yo soy una poeta, pero diluyo mi escritura para producir novelas o libros como Juntos. No me siento tan lejos de la teología, aunque no creo que mi idea del perdón sea exactamente teológica en el sentido que dices. Porque yo escribí Juntos para personas como yo, no para las personas que eligen ser crueles. ¿Esas personas viven entre nosotros? Sí, pero yo no diría que estamos juntos, con ellas. En cualquier caso, Juntos es un primer paso para hablar de nosotros. Ya luego pensaremos en los Goliat y los malvados.
-Mientras leía Juntos sentía que zigzagueaba entre dos actitudes filosóficas: entre un tipo de realismo, digamos, a la George Orwell, por aquello del poder de encarar hechos desagradables; la otra no sé muy bien cómo caracterizarla, tal vez la llamaría constructivista, y la ilustraría con una cita de Karl Popper: “el mundo no nos entra por la vista, nos sale por la mirada”. ¿Dirías que tu posición consiste en habitar la tensión creativa entre una y otra filosofía?
-No soy muy fan de Karl Popper, pero entiendo tu punto. Déjame responder haciendo referencia a mi novela The Time of Mute Swans (Arcade, 2017). Es sobre el golpe militar en Turquía en 1980 y cuenta esa historia a través de dos niños. Cuando estaba terminando esa novela, sentí una obligación moral muy fuerte de no darle un final trágico; no de darle un final feliz, pero sí un final que ofreciera algún tipo de inspiración. Creo que quienes nos dedicamos a escribir tenemos ese deber moral, no de ser optimistas sino de no hacer más profunda la tragedia del mundo. Puede ser que eso que identificas como mi constructivismo provenga de sentir esa responsabilidad. Quizá eso me haga una peor escritora, aunque tal vez también me haga una mejor persona. Es una elección difícil, sobre todo si el significado de tu vida es escribir. Pero así es, creo que siempre escojo ser mejor persona.
-Bueno, hay una diferencia entre ser realista y ser cínico. Una cosa es tener el “poder de encarar hechos desagradables” y otra, muy diferente, es quedarse ahí, solamente mirándolos, regodeándose en cuán desagradables son…
-¡Exacto! George Orwell fue un tipo que tenía ese poder y decidió ir a España y unirse a la lucha contra el fascismo durante la guerra civil. No solo encaró la verdad desagradable, escogió hacer algo al respecto.
FUENTE: Carlos Bravo Regidor / Gatopardo
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