“En la organización y las prácticas comunitarias, la fuerza de las mujeres es muy visible”

La socióloga mexicana y escritora, Raquel Gutiérrez, brindó una extensa entrevista a La tinta. En esta primera parte, habla sobre su experiencia guerrillera en Bolivia, las discusiones de ese momento histórico y las experiencias que, en la actualidad, tienen vínculos con un pasado cruzado por problemáticas similares a las de hoy.

Raquel Gutiérrez concentra su deseo con vitalismo en cada palabra, como un río implacable que lleva la corriente de reflexiones vivenciales amplias y frontales. Mexicana, socióloga, matemática, profesora en sociología en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla durante una década y, actualmente, embarcada en sostener un semanario de reflexión, traducción y debate llamado Ojalá, fue integrante -en la década de 1980- del Ejército Guerrillero Tupac-Katari, un esfuerzo político-militar, principalmente aymara, que operó en el altiplano boliviano. Durante cinco años, estuvo presa en la cárcel de Obrajes, en la ciudad de La Paz, en Bolivia.

Raquel ha empeñado toda su vida en tejer tramas antipatriarcales, por lo común a través de diversas geografías. Recientemente, participó en el prólogo para la reedición del célebre libro de la feminista italiana Carla Lonzi, Escupamos sobre Hegel. En los años anteriores, compiló tres volúmenes llamados Movimiento Indígena en América Latina: resistencia y transformación social. Entre sus aportes, se encuentra especialmente el libro Los ritmos del Pachakuti. Movilización y levantamiento popular-indígena en Bolivia (2000-2005), que ha sido fuente de reflexión colectiva en formaciones políticas hasta en Kurdistán.

Desde los procesos de la lucha anticolonial y feminista en Abya Yala, pasando por la herencia del pensamiento de la italiana Carla Lonzi hasta los rasgos de la lucha antipatriarcal en Rojava (Kurdistán sirio), sus palabras se tejen a partir de resonancias: la asunción de los quiebres, la importancia de la simbolización y el reto -urgente de estos tiempos post-pandémicos- de la rearticulación de la fuerza de las mujeres y disidencias desde y a través de los territorios.

—Para repensar hoy las autonomías, te refieres a una fuerza utópica material. En reflexiones comunes, tus escritos han generado un enriquecedor debate hasta en Kurdistán. Ahí sentí la experiencia comunitaria del confederalismo democrático en Rojava en un diálogo inter-histórico con tu experiencia de lucha.

—Para conectar con las luchas en Kurdistán, sería muy interesante contar cómo la experiencia del Ejército Guerrillero Tupac-Katari (EGTK) entra también en resonancia y tiene ciertas similitudes a la lucha zapatista del EZLN. Ambas son experiencias guerrilleras tardías, desplegándose después de los grandes momentos y de las derrotas de las anteriores olas y prácticas revolucionarias más centradas en estrategias Estado-céntricas (fueran foquistas o guerra popular) en este continente. Es decir, los grandes movimientos rebeldes e insurgentes de Argentina, de Chile, de Uruguay.

Cuando yo llego a la vida adulta a comienzos de 1980, estaba ocurriendo la guerra civil en Centroamérica. A mediados de esa década, hay una experiencia y coyuntura interesante en Bolivia, que se va a llamar EGTK, que articuló diversas luchas. Desde el flanco que yo lo viví, se trata de la decisión y creación de un grupo de personas muy jóvenes que habían sido exiliadas de las dictaduras militares, de las universidades. Fuimos conociéndonos, acercándonos en discusiones y mi participación plena se resolvió después una experiencia muy amarga en El Salvador.

Entonces, en mí, hay un afán de ir a Bolivia y contribuir a armar una experiencia guerrillera allá, muy ligada al movimiento de masas -que siempre fue muy fuerte en aquel país-, bajo un conjunto de ideas que se orientaban por lo que, en aquel momento, se conocía como “estrategia de la guerra de todo el pueblo”, que recuperaba las experiencias de lucha vietnamitas.

En Bolivia, esos jóvenes mestizos y urbanos empezamos a trabajar una alianza con un segmento de dirigentes sociales y militantes aymaras de la parte del Altiplano, de la zona lacustre, que venían de las experiencias kataristas del indianismo: una filosofía de autoafirmación fuerte del sujeto colectivo indígena, que se afirma en la indianidad para ir en contra del modelo civilizador colonial capitalista y que convierte en fuente de fuerza colectiva la recuperación de sus propias tradiciones de lucha y de su propia capacidad productiva y política, de su capacidad simbólica y ritual, de su religiosidad, de lo que han recreado a lo largo de los siglos de colonización y, después, durante la República de Criollos.

Ellos eran bastantes jóvenes, nadie tenía más de 40 años en ese momento y nosotros no teníamos 25. Ellos venían escapando de una experiencia de incursión al terreno electoral que les había salido mal. Hubo fracturas en una estructura partidaria que armaron: se registraron en el sistema político, participaron, pero quien fue elegido diputado no respondió a la base -como siempre ocurre-. Venían muy decepcionados y con mucho ánimo de entrar en otros procesos organizativos.

—¿Cómo surgió el movimiento?

—Ahí empezamos a conocernos y a conocer directamente sus pensamientos, las discusiones kataristas. Profundizamos nuestras conversaciones y fuimos enlazándonos, aprendiendo muchísimo de ellos. Sobre todo, compenetrando nuestros sentires: fueron muchos años en donde logramos tejer una articulación de diversas activistas, que funcionaba mediante prácticas de respecto muy hondo de lo que cada parte proponía y sabía, sin diluir las instancias que nos diferenciaban, pero disponiéndonos a cultivar asuntos comunes.

Fueron años de mucho trabajo, muy intensos, bajo la idea de promover la sublevación de los ayllus* y de la clase obrera. Trabajamos mucho en la recuperación histórica de la forma de luchar de los levantamientos anteriores desde los ayllus y comunidades; las grandes rebeliones que habían puesto en crisis el poder colonial y que sostuvieron la fuerza que permitió mantener grandes ámbitos de riqueza material, el agua y la tierra sobre todo, en disputa con el control colonial y republicano.

La colonización española es bastante distinta de la colonización inglesa o de la colonización francesa, en el Caribe o en África, que son todavía más brutales: la colonización española permitió, durante dos siglos, la existencia de “dos repúblicas”, una de indios y la otra de la así llamada “gente de razón”. Esto separaba y jerarquizaba a las sociedades de criollos y de indios, pero permitía la recreación de alguna vida colectiva que pervivió en el tiempo.

Por su parte, Bolivia, que en época colonial se conocía como Alto Perú, era una tierra económicamente muy importante para la Colonia, porque ahí estaban las grandes minas de plata. Pero era una zona muy difícil en términos políticos por ser una zona alta y fría, una región de difícil acceso, muy poco comunicada. Nunca existió ahí una estructura política colonial tan sólida, comparable, por ejemplo, al virreinato de Nueva España -que es lo que hoy es México-. Esto es un elemento importante a considerar, pues si bien las comunidades indígenas en el actual Altiplano boliviano y en la región centro-sur padecieron un régimen tributario duro, siempre tuvieron una gran capacidad de impugnarlo, dada la capacidad colectiva de sostenimiento de su vida material que conservaron y recrearon en el tiempo. El régimen colonial en el Alto Perú sujetó y drenó a las comunidades y ayllus, pero no las arrasó ni logró perforar muchas de sus prácticas comunitarias; estas se regeneraron y adaptaron constantemente, manteniendo una riquísima vida ritual, productiva y política muy a flor de piel. Lo que pervivía de ese mundo comunitario tan resistente, recreado muchas veces, es lo que los compañeros aymaras nos permiten conocer y nos invitan a practicar. Como mestizos del EGTK, logramos parcialmente ser parte de eso durante unos años, mediante el proyecto de promover esa gran sublevación de los ayullus y los trabajadores, que era lo que imaginábamos.

—¿Qué preguntas nacían en esos años de formación?

—Se empiezan a presentar una serie de discusiones que también se han dado en los mismos años en el pueblo kurdo, sobre todo, en relación a los pueblos sin Estado. ¿Queremos un Estado o no? ¿Lo necesitamos? ¿Cómo negociamos con el nacionalismo? ¿Queremos o no un nacionalismo indígena?

Esos debates estuvieron muy al orden del día y conocimos una idea organizativa muy propia de los Andes -que resuena también en prácticas organizativas en Ecuador y Perú-, que tiene que ver con la articulación de segmentos autónomos desde las prácticas comunitarias.

Me refiero a prácticas productivas y políticas, y, por supuesto, también rituales y afectivas, que cultivan la autonomía material mínima, reconociéndola como fundamento de la autonomía política.

Entonces, las prácticas productivas y políticas para sostener la vida material se establecen como ejes de cualquier alianza: de ahí que la articulación de segmentos autónomos constituya la manera de enlazarse y expandir la fuerza. Esta noción teórico-práctica es central en la cosmogonía indígena de tierras altas en los Andes. La puedes ver reflejada en la wiphala, la bandera ancestral de los pueblos de tierras altas que se asemeja a un vistoso tejido multicolor.

Sobre esa idea, fuimos armando nuestro propio tejido: hubo momentos en que nos presentábamos como una unidad, y hubo otros, cuando nos convenía presentarnos de modo desagregado. Lo que ocurría en tales formas organizativas es que siempre se mantenían a la vista las diferencias y se ensayaban todo tipo de metáforas para plantear nuestra presencia de manera articulada.

Por ejemplo, la alianza que teníamos entre los compañeros aymaras y mestizos -obreros y de clase media-, que trabajábamos mucho en las zonas periurbanas de las ciudades, principalmente con los sindicatos, la explicábamos así: el cóndor vuela con dos alas, hay una parte de la organización que está centrada en cuestiones estrictamente clasistas, que aprende de lo comunitario, y una que está centrada más en las prácticas comunitarias productivas y políticas, que aprende de los conocimientos -sobre todo, técnicos- que se adquieren en la ciudad y en el trabajo. Desde esas diferencias, se organizaba la articulación. Yo aprendí a hacer política sobre esa base: las diferencias se ponen sobre la mesa, se gestionan distancias, se cultivan cercanías, se producen acuerdos colectivos que nos obligaban a todos, se trataba de ensayar maneras de articulación donde nadie se sujetara a los otros. Eso era para nosotros la autonomía política.

Por mi parte, ya tenía para entonces una crítica muy dura al llamado “centralismo democrático” de la izquierda clásica y los compañeros comunitarios tenían también una crítica práctica a esa manera de concebir lo organizativo. Ellos siempre ponían, en primer lugar, la deliberación sistemática y profunda de lo que hacíamos. Partíamos de la deliberación y discusión profunda de las cosas colectivamente, no se acataban órdenes de nadie. A través de la deliberación y, sobre todo, de observar quiénes cumplían lo que se había decidido colectivamente, se producía confianza y podíamos caminar juntos. Si había confianza, se podían gestionar las diferencias que a veces brotaban con fuerza.

Nuestra principal actividad política fue organizar la rebelión, que era el camino de la liberación. Poníamos nuestras fuerzas en impugnar y desafiar lo que los gobiernos iban imponiendo. Así fuimos conformando un movimiento guerrillero clandestino muy extendido durante esos años, que también era parte del movimiento de masas. Cuando pensábamos en el futuro o, más bien, en el programa, considerábamos que eso tenía que ir brotando de la propia práctica generalizada de lucha; iría precisándose sobre la marcha, por supuesto, desde algunas ideas rectoras. La idea guía era regenerar el “ayllu universal”, liberar sus capacidades; esa era nuestra forma de nombrar la expansión de las capacidades comunitarias en términos geográficos y en términos políticos. En ciertos momentos, esto era más una imagen relacionada con prácticas de lucha concreta. Teníamos procesos formativos muy fuertes y reuniones y discusiones cada vez más amplias.

Entre muchas tareas a las que personalmente me dedicaba, enseñaba a los compañeros muchas cosas técnicas e iba simultáneamente aprendiendo una cosmogonía que me iba absorbiendo y de la cual fui parte hasta donde me fue posible, considerando mi propia historia personal. Varios años me encargué de la prensa y propaganda, además de muchísimas tareas logísticas. Eso me daba la posibilidad de conocer y discutir con muchos compañeros dentro de la organización para difundir y hacer conocer sus ideas.

Fueron varios años en esa intensa preparación. En 1991, decidimos comenzar la rebelión: aparecimos públicamente, nos movilizamos en diversas regiones del país y comenzamos a recibir golpes bastante duros por parte de la represión. No porque la represión fuera todavía muy organizada, aunque sí fue eficaz. Considero que fuimos bastante incautos: en momentos ya bastantes duros, seguíamos teniendo un funcionamiento asambleario al interior, aunque las tareas militares comenzaron a comer nuestra atención. Los golpes llegaron hacia cuadros que hacíamos función de conexión e intermediación. Y cayeron también cuadros de dirección. Todo esto pasó a comienzos de 1992.

—Estuviste presa en la cárcel. Y, desde ahí, salió el libro ¡A desordenar! Por una historia abierta de la lucha social, donde emerge tu reflexión sobre el ser mujer en la práctica revolucionaria.

—Sí, ahí viene el periodo de la cárcel. Cumplí 30 años en la cárcel. Estuve presa de 1992 a 1997, cinco años. En ese tiempo, vamos reconstituyendo muchos vínculos públicos y restableciendo redes, pero cambia mucho la perspectiva de cómo organizarnos y, sobre todo, de cómo valorar la centralidad de la guerra en la estrategia general. Nos damos cuenta -es lo que discuto en el libro ¡A desordenar! Por una historia abierta de la lucha social– que, en algún momento, decidimos privilegiar el trabajo militar y nos volvimos mucho más rígidos: esta es la parte del proceso interno que pongo a crítica en ese trabajo.

Desde mi perspectiva, nos ocurrieron problemas que ya habíamos detectado en otros movimientos guerrilleros anteriores: la irradiación política que habíamos alcanzado en un momento dado, de alguna manera, se comenzó a diluir y la cuestión militar, que se volvía mucho más rígida, se colocó en el centro y nos volvió más frágiles. En ¡A desordenar!, voy reflexionando por qué nos pasó esto.

Este libro lo escribo mientras estoy en la cárcel, en medio de un proceso penal. Ponía algunos puntos de debate duros entre nosotros y ahí emerge con claridad, para mí, vivirme-mujer. En aquellos años, no lo percibí tan complicado, porque continuaba sumergida en la fantasía de la pareja paritaria que tuve la posibilidad de experimentar durante unos años, en la juventud temprana, entre los 20 y los 30.

En años previos, había tenido buena relación con las compañeras de la organización que eran de origen aymara. Me habían enseñado la idea de dualidad entre los sexos que existe en los Andes y, aunque sabíamos que esa idea de dualidad incluye una fuerte jerarquización interna, a mí me costaba mucho trabajo someterla a crítica. Las culturas indígenas que tienen una clara división del trabajo entre los sexos y una nítida estructuración del significado del parentesco mantienen una relación de género que es menos brutal que la relación moderna de absoluta negación de la fuerza femenina. En la organización y las prácticas comunitarias, la fuerza de las mujeres es muy visible, siempre hay un lugar para las mujeres, aunque también siempre hay una tensión y una incomodidad ahí.

Yo aprendí mucho de mis compañeras aymaras: técnicas para regular a los varones, para tener fuerza juntas. Justo me tocó colaborar en la discusión sobre la cuestión de la organización autónoma y específica de las mujeres al interior de organizaciones mixtas. Esta discusión había quedado abierta desde años anteriores. En la guerra en Centroamérica, había aprendido sobre esta discusión: la especificidad de la organización de mujeres no se ponía tanto en duda, pero sí su autonomía. Es decir, existían organizaciones específicas de mujeres, su existencia era admisible. Lo que no era admisible es que esas organizaciones fueran autónomas verdaderamente, que pensaran con su propia cabeza, que decidieran sus pasos y sus riesgos. Esa discusión sobre la autonomía de las “mujeres campesinas” -así se llamaba la organización social en esos años- fue la que comenzamos a dar.

Con algunas compañeras aymaras, le dimos bastante empuje -antes de caer presas- a la Federación de Mujeres Campesinas Bartolina Sisa, como organización específica de mujeres campesinas de Bolivia que, según nosotras, las del EGTK, tenía que ser autónoma. Pero aquí los compañeros se oponían y decían: existe una organización matriz mixta y esta “sección” de mujeres puede ser solo una parte de la “organización principal”. Entonces, ahí quedaba siempre el problema de las compañeras reducidas a un sector dentro de la lucha.

En esas circunstancias, con las compañeras aymaras, inventamos una formulación que nos parecía adecuada: nosotras dábamos una lucha dentro de la lucha.

Ahora, a mis 60 años, te diría que esa idea está mal planteada, pero la sentíamos necesaria y correcta en ese momento. Esta mal planteada porque admite que la lucha de las mujeres sea sectorializada, admite que las mujeres son un sector y no una experiencia histórica distinta, plenamente valiosa. Ahora tengo muy claro que las mujeres no somos un sector: como mujeres, encarnamos una experiencia histórica contradictoria, que rechazamos y subvertimos desde nosotras mismas; desde ahí, nosotras pensamos la generalidad de las transformaciones que requerimos. En aquellos años, la idea de “lucha dentro de la lucha” como clave de la práctica de las mujeres rebeldes sí reconocía que hay una específica forma de expropiación de las fuerzas, energías y creaciones de las mujeres de los diferentes pueblos, que va variando según los contextos, asumiendo un terreno común de tales expropiaciones y de las maneras de enfrentarlas. Sin embargo, esa formulación sectorializaba las luchas de las mujeres: no concedía al pensamiento femenino la posibilidad de pensar cómo subvertir y trastocar lo general.

Personalmente, me costó mucho trabajo superar esa formulación. Sin embargo, la experiencia de la cárcel con las otras presas políticas, rodeadas de todas las presas comunes, con los hombres repartidos en otras cárceles y las mujeres separadas de ellos, fue muy importante para mí. En nuestras cárceles, podíamos hacer todo lo que se nos ocurría y eso hicimos… Todo lo que pudimos e imaginamos, lo llevamos a la práctica y fuimos nosotras las que desafiamos al sistema judicial y, así, logramos salir todos, varones y mujeres, unos años después.

Notas:

*Ayllu: forma andina de autogobierno comunitaria, anterior al periodo incaico y a la colonización española.

FUENTE: Alessia Dro / La tinta

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