Urartu: al este del Edén

Se dice que Caín, huyendo del jardín del Edén -situado entre el Eúfrates y el Tigris- emigró hacia el este. Cargaba con una maldición que parece haber impregnado estas tierras desde entonces.

Controles militares y montañas

La ruta comienza en Diyarbakir, capital del Kurdistán turco. Siguiendo el trazado de la antigua Ruta de la Seda, una moderna autovía discurre, próxima a las fronteras siria e iraquí, hasta la ciudad de Van, ya fronteriza con Irán. Trufada de controles militares y policiales por la tensión kurda, la carretera se eleva sobre la meseta de Anatolia hasta alcanzar los 1.700 metros. Allí, la transparente luz de alta montaña ilumina un interminable altiplano, inundado en su centro por el lago Van, mayor que la provincia de Vizcaya, y escoltado por una cohorte de antiguos volcanes cuyas cimas se elevan entre los 3.000 y los 4.000 metros.

La ruta de Caín

Si Anatolia es el corredor que trajo las invasiones que alcanzaron Europa, la frontera oriental de aquella, entre Irán, Irak y Siria, es la puerta que todas ellas derribaban con sus arietes.

Hititas, asirios, griegos, armenios, romanos y persas, bizantinos y turcos, sin hacer de menos a los mongoles, se han disputado desde entonces estas tierras. Urartu, un imperio local que floreció hasta el siglo VII a.C., dejó objetos de arte propios de una cultura sofisticada y unas impresionantes obras hidráulicas para alimentar sus regadíos. Sobre el sustrato urartio, que impregna aún toda la región, se superpusieron los armenios, devotos al principio de Zoroastro, para luego convertirse en el primer reino que abrazaría el cristianismo como religión oficial.

Otro lago con monstruo

Una sola especie de pez, única en el planeta, habita en el lago Van, que se formó tras la última erupción de su vecino, el volcán Nemrut, cuando 1.000 metros de la montaña de los 4.000 que medía, saltaron por los aires taponando la salida natural de las aguas. Su azulada transparencia es un refugio imprescindible en las migraciones de aves hacia África. Pero también, según registros de avistamientos centenarios, del Vishap, un monstruo marino que parece provenir de una deidad acuática, con forma de serpiente, en la mitología urartia y armenia. Recientemente, algún hostelero ansioso de negocio difundió por las redes sociales un patético video de un monstruo de goma que ha causado más risa que expectación. Porque el verdadero monstruo del lago es la creciente contaminación que amenaza, sobre todo, la vida de las aves.

Tragedias armenias

El reino armenio que, en sus mejores momentos llegó a tener salida al Mar Negro, al Caspio y al Mediterráneo, tuvo la mala suerte de hacer de tapón entre Oriente y Occidente: persas, turcos y mongoles por el este, contra romanos y bizantinos por el oeste, Armenia fue conquistada y troceada sucesivas veces. En 1075, un grupo de nobles, hartos de cambiar apresuradamente de bandera cada vez que sus poderosos vecinos volvían a dejarles a un lado u otro de las fronteras, emigraron para fundar un pequeño reino en  la costa turca del Mediterráneo. Allí, aliándose con los cruzados, la llamada Pequeña Armenia pudo sobrevivir 200 años más. Su último rey, León V, prisionero de los mamelucos, cayó en gracia al monarca castellano Juan I, que lo liberó de su cautiverio y le regaló de por vida las ciudades de Madrid, Andújar y Ciudad Real.

Entretanto, la Pax Otomana había congelado el mosaico de etnias de Oriente Medio hasta el siglo XX.

Fue entonces cuando el sueño de una nación armenia independiente resurgió con el desmembramiento del Imperio Otomano. Pero los turcos reaccionaron expulsando y exterminando sistemáticamente a los habitantes de esta área. El genocidio armenio se llevó la vida de 1.500.000 armenios y envió a la diáspora a otros 8.000.000, más de tres cuartas partes de los que viven en la actual Armenia. Recuerdos de Caín.

Un Benidorm en Asia

Al abrigo de su espectacular paisaje natural y su proximidad a la frontera, Van -la ciudad más grande en el entorno del lago, y con su mismo nombre-, se ha convertido en un destino turístico de lujo para altos cargos y familias adineradas iraníes, que acuden aquí a respirar aire puro, pero sobre todo a bailar, beber y divertirse, huyendo del asfixiante ambiente impuesto por los ayatolás.

Criptoarmenios

“Aquí, en Van, casi todos somos kurdos ¿Armenios? Ya no queda ninguno”, explica Aram, profesor en una universidad local,  y montañero especializado en organizar expediciones al monte Ararat.

Seguimos a Aram hasta lo alto de la fortaleza de origen urartio que domina la ciudad. Desde allí se aprecia la enorme mancha parda de la antigua Van, un mar de escombros entre el que solo es identificable el trazado de las calles y las ruinas de algunas mezquitas e iglesias.

“Van era un centro de cultura armenia”, continúa Aram. “Las persecuciones otomanas del siglo XIX, llevaron a los civiles armenios a atrincherarse aquí, y a aliarse con las tropas rusas. Los turcos pulverizaron la ciudad con su artillería en 1915, como puede verse, y los armenios que no huyeron fueron asesinados o deportados”.

“Aquí ya solo quedan criptoarmenios, es decir, gente que desconoce que lo son. Vienen de familias armenias que se convirtieron al islam cuando vieron que peligraba su vida, y ocultaron a sus hijos su cultura”, relata. “O los descendientes de huérfanos de la matanza, adoptados por familias kurdas. A veces, aparece un documento en un desván o se revela una vieja historia familiar, y cualquiera descubre que su abuelo era armenio”.

Las llaves de Anatolia

Justo frente a la ciudad de Van, pero al otro lado del lago, y cerca de un antiguo cementerio selyúcida con más de 9.000 lápidas de hasta cuatro metros de altura, se encuentra Manzikert, el escenario de una batalla definitiva entre turcos y bizantinos, cuyo azaroso desenlace, en 1071,  entregó las llaves de Anatolia a los primeros. Si hubieran ganado los bizantinos, Turquía hoy sería cristiana y hablaría griego.

Gajes de nacer kurdo

El viaje continúa ahora hacia el norte, en paralelo a la frontera iraní. Cuando el coche corona trabajosamente un puerto de montaña, la mole del volcán Tendurek exhibe sus 3.900 metros en medio de un paisaje de negros detritos volcánicos, verdes praderas y cumbres cubiertas de nieve, que prefiguran el paisaje de la cercana Asia Central.

Un hombre nos hace la particular señal turca de autostop. Se llama Dzilam, y es un pastor kurdo, ya entrado en años. Después de un descenso vertiginoso por la carretera del puerto, Dzilam nos pide que le acerquemos a una cabaña próxima, y allí nos agasaja con pan y otlu peynir, un exquisito queso con hierbas. No habla una palabra de inglés, pero resulta fácil comprender que tiene cuatro hijos: los dos mayores emigraron a Estambul y el mediano trabaja en algo relacionado con el esquí en la cercana Erzurum.

“¿Y el pequeño?”.

Dzilam hace el gesto de cortar el cuello con el pulgar. “Polis”, dice secamente. Gajes de nacer kurdo.

En busca del Arca de Noé

Al otro lado del puerto, los 5.137 metros del monte Ararat se materializan de pronto como una aparición. La visión de la montaña, solitaria en medio del altiplano, posee una fuerza mística que literalmente, embriaga.

No es de extrañar que, desde que, en 1916, una expedición de militares rusos aseguró haber visto el bauprés de un barco emergiendo de un lago helado no lejos de la cima, cada poco nuevos buscadores del arca de Noé se desperdiguen por su superficie, con una fe ciega en que ellos han sido los elegidos para descubrirla. Fanáticos de todas las sectas y hasta personajes como James Irwin, uno de los astronautas que pisaron la Luna, han pasado por aquí. Y, periódicamente, alguien proclama haberla encontrado para que, poco después, la noticia sea desmentida.

Porque el nombre Ararat que menciona la Biblia parece más bien referirse a Urart(u), y entonces el arca, de existir, habría reposado sobre cualquier lugar elevado dentro de los confines del reino urartio. Uno de los más probables, y el que menciona el Corán, es el monte Cudi, de 2.000 modestos metros. Casualmente allí, desde tiempo inmemorial, musulmanes y cristianos siríacos se reúnen para conmemorar el diluvio y presentar sus respetos a Noé.

La montaña hecha de sueños

Pero Ararat es también la montaña sagrada de los armenios, un lugar de profunda devoción que éstos casi pueden tocar, pero no llegar hasta ella, porque queda dentro de Turquía, su secular enemigo.

Nada como el obsesivo anhelo de los armenios por su montaña, siempre al alcance de la mano, pero en realidad inaccesible, para expresar la melancolía y la tragedia de este pueblo. Pocos ejemplos hay más claros de la mezcla de fascinación y desconsuelo que exhalan los sueños imposibles.

Los kurdos relevan a los armenios

Dogubeyazit, junto al paso milenario hacia Persia, es una ciudad empequeñecida por la imponente presencia del Ararat, visible desde todas partes. Significa “Beyazit del Este”, porque las ruinas de la original Beyazit, apenas a unos kilómetros, sufrieron un destino parecido al de la antigua Van: sus habitantes fueron expulsados y masacrados por el ejército turco cuando, en 1930, una rebelión proclamó un Estado independiente kurdo en la zona. Los kurdos, algunos de los cuales habían colaborado con los turcos en el exterminio de sus vecinos armenios para apoderarse de sus propiedades, pasaban ahora a ocupar el papel de éstos.

Ani: las cenizas del reino

A poco menos de 200 kilómetros al norte de Dogubeyazit, en la misma frontera con Armenia y muy próxima a la de Georgia, se encuentran los fantasmales restos de Ani, la que fue capital del reino armenio. El inmenso campo de ruinas, entre las que emergen iglesias, murallas, mezquitas y hasta un templo de Zoroastro, la antigua religión armenia, tiene el magnetismo de las imágenes oníricas. Con 100.000 habitantes, y situada en un nodo de las rutas de comercio, Ani rivalizaba en lujo y poder con Bagdad, el Cairo y Constantinopla. En su decadencia fue pasando de mano en mano y de saqueo en saqueo, hasta el definitivo, por los mongoles, en 1239. Un terremoto, en 1319,  provocó su abandono final.

Ira

Un pescadero del mercado de Dogubeyazit sufre un ataque de ira cuando, descuidadamente, le describo como “turco”. Él no es turco sino kurdo, protesta, manifestando una actitud que comparte una parte de la población. Sin embargo, en Van, Aram se definía como turco y kurdo a la vez, aun reconociendo que su lengua no se imparte en las escuelas, y que llegó a estar prohibido su uso en las calles. En los últimos años, el gobierno de Ankara parece haber relajado su violencia contra las minorías étnicas, a la vez que la juventud kurda empieza a alejarse del radicalismo de los mayores.

La canción de Caín

Los kurdos, esa etnia de 60 millones de personas, a los que hay que añadir una amplia diáspora, perdieron por poco la oportunidad de que las grandes potencias les asignaran un territorio para crear un país en 1923, y el espacio que habitan fue troceado entre cuatro estados. Así que el resto del siglo XX y lo que llevamos del actual, este pueblo ha protagonizado los más tristes titulares de terrorismo de Estado, si no genocidio, por parte de los países entre los que se encuentra repartido.

En esas tierras, durante siglos convivieron razonablemente armenios, kurdos, turcos, judíos, árabes, cristianos y yezidíes. Pero, en cuanto empieza a correr la sangre, ya no sirven las razones. El objetivo deja de ser la propia reivindicación para centrarse en la eliminación del adversario.

Entramos en la indescifrable madeja de acusaciones cruzadas, entre los verdugos que abusan cobardemente de su superioridad, y una parte de las víctimas que, en cuanto pueden, se convierten en verdugos. Y, acosados por ambos bandos, siempre hay una mayoría de inocentes que no puede escapar de su condición de víctima. Es la milenaria, la enloquecedora canción de Caín.

FUENTE: Oscar Losa / El Diario de Cantabria

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