Durante una guerra en la que la mayoría de los países han tomado partido o han permanecido en silencio, Turquía se ha posicionado como mediador entre Rusia y Ucrania, y ha tratado de negociar tanto con Putin como con Zelensky, habiendo desempeñado un papel importante en el restablecimiento parcial del comercio cerealista durante el pasado verano. Turquía se ha opuesto a las sanciones occidentales impuestas a Rusia, pero también ha limitado la presencia de los buques de guerra rusos en el Mar Negro. Estas maniobras geopolíticas, que trazan una fina línea entre las grandes potencias, no se limitan a la crisis actual ni a las relaciones bilaterales de Turquía con los dos Estados en guerra, sino que constituyen, por el contrario, una muestra de la orientación más amplia de la política exterior de Erdoğan.
Desde la Primavera Árabe, el Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP), que gobierna Turquía desde 2003, no ha dejado de re-imaginar el país como un actor independiente en el tablero mundial: no simplemente como un “puente” entre Occidente y el resto del mundo, sino como una fuerza con la que deben contar tanto el imperio estadounidense en declive, como sus competidores emergentes. Ello es, sin embargo, más una fantasía que una realidad. Como veremos, las bases materiales para desplegar una política exterior turca autónoma son débiles y las dinámicas de clase domésticas desfavorables. Por mucho que los medios de comunicación islamistas traten de promover su débil y, en general, antisemita versión del “antiimperialismo”, ello no equivale a una estrategia exterior coherente. En ausencia de estos anclajes materiales y sociales, la búsqueda de la independencia del AKP equivale, en última instancia, a una serie desordenada de aventuras concebidas a corto plazo.
Ello contrasta notablemente con la experiencia del país durante la segunda mitad del siglo XX. Las dos primeras décadas de la República de Turquía fueron un temprano presagio del tercermundismo, con todos sus méritos y deméritos. El Partido Popular Republicano (CHP), que gobernó Turquía entre 1923 y 1950, estuvo dominado por la figura de Mustafa Kemal y sus aliados situados en el centro político, pero contó también con un ala izquierda, que simpatizaba con la Unión Soviética, y con un ala derecha, que se inspiraba en las tradiciones europeas del corporativismo y del fascismo. Kemal veneraba la mayoría de los aspectos de la civilización occidental, pero creía que la mejor manera de equiparar a su país con el mundo desarrollado era que Turquía conservara su independencia. También consideraba que el individualismo y la lucha de clases eran aspectos indeseables de la cultura capitalista occidental y, por consiguiente, intentó desterrarlos del cuerpo político turco. Esta campaña a favor de la autonomía sustantiva cosechó un gran éxito a costa, sin embargo, de introducir en el país cierto anquilosamiento anti-liberal, que privó a Turquía tanto del consabido espíritu empresarial como de un saludable anti-capitalismo cívico.
Una alianza bien fundamentada con la Unión Soviética durante la década de 1920 podría haber puesto a Turquía en una senda anti-imperialista más estable. Sin embargo, no existía una base de clase adecuada para efectuar dicha alianza, ya que la desintegración del Imperio Otomano había diezmado a la burguesía junto con los nacientes movimientos obreros, convirtiendo a la burocracia civil y militar en el sector más dinámico de esta incipiente nación. Así, el inicio de la Guerra Fría marginó rápidamente a las frágiles fuerzas anti-imperialistas de Turquía, mientras que el miedo a Stalin empujó a los kemalistas a los brazos de Occidente. Sin embargo, este cambio no fue tan brusco como pareció en su momento, ya que el propio Kemal siempre había sido hostil al bolchevismo, habiendo cortado de raíz cualquier veleidad organizativa de la izquierda y restringido el espacio para la militancia sindical.
Los frutos de la alianza del CHP con Occidente fueron el ingreso en la OTAN en 1952 y un prolongado (y finalmente irrealizado) proceso de integración europea. Pero también tuvo otras manifestaciones, como el voto de Turquía contra la independencia de Argelia en las Naciones Unidas en 1955. Con el ascenso del Partido Demócrata -una coalición liberal-conservadora opuesta al programa de modernización verticalista de los kemalistas, que gobernó entre 1950 y 1960- el atlantismo militante sustituyó al abrazo más cauteloso del CHP a los intereses occidentales. Entretanto, durante las décadas de 1940 y 1950 surgieron organizaciones cívicas de militantes anti-comunistas, cuya influencia alcanzó su punto máximo en las dos décadas siguientes. Para entonces, el tercermundismo se había convertido en una fuerza de oposición, que la derecha turca agrupó bajo la “amenaza comunista”.
Mucho antes de sus fatídicas escisiones, los islamistas y los proto-fascistas Lobos Grises se unieron en violentas bandas anticomunistas, que lucharon contra izquierdistas y anti-imperialistas en las calles de las principales ciudades turcas. En 1969, cuando miles de estudiantes acudieron a protestar contra la presencia de la Sexta Flota de la marina estadounidense, estas bandas ayudaron a la policía a reprimir la manifestación, matando a dos personas e hiriendo a muchas más. Hasta que los propios islamistas turcos y kurdos optaron por un giro cuasi tercermundista a finales de la década de 1970, estos grupos armados fueron el principal baluarte “popular” contra los desafíos a esta alianza con Occidente.
Los gobernantes turcos de centro-derecha -el Partido Demócrata durante la década de 1950, el Partido de la Justicia durante las de 1960 y 1970, el Partido de la Patria durante la de 1980-, que por defecto han dirigido el país durante los últimos setenta y cinco años, integraron esta ansiedad popular-reaccionaria respecto a cualquier tipo de independencia del imperio estadounidense. El eslogan político más resonante de esas décadas, “Ortanın Sol’u, Moskova’nın Yolu” (que se traduce aproximadamente como “La izquierda del centro, el camino a Moscú”), captaba el estado de ánimo vigente, insinuando que incluso el voto para el CHP conduciría inevitablemente a la adhesión de Turquía al Bloque del Este. La clase política concedió así un cheque en blanco a los militantes de los Lobos Grises en su campaña de erradicación violenta de la izquierda anti-imperialista. Los Lobos Grises atacaron cafeterías, estaciones de autobuses y hogares, y asesinaron a dirigentes sindicales y organizadores socialistas durante toda la década de 1970. Hacia el final de la misma, esta campaña de terror se extendió a las provincias y al campo, culminando en pogromos étnicos y religiosos, incluyendo la masacre de más de un centenar de alevíes, acaecida durante dos días en la ciudad de Maraş. Los militantes de izquierda comenzaron a defenderse y sus pequeñas unidades armadas se convirtieron rápidamente en organizaciones de masas indisciplinadas.
El golpe de Estado de 1980, dirigido por Kenan Evren, comandante de una guerrilla anticomunista respaldada por Estados Unidos, selló el matrimonio de Turquía con Occidente. Su objetivo explícito era poner fin a los “enfrentamientos entre la izquierda y la derecha” (el eufemismo oficial para referirse a las matanzas de los Lobos Grises y las respuestas de la izquierda a las mismas), pero su verdadero propósito fue la aplicación de un paquete de políticas neoliberales al estilo chileno. Para consolidar su poder, los generales colgaron y torturaron a varios militantes y líderes de la derecha, pero la izquierda se llevó la peor parte de su represión. El golpe de Evren se inspiró en gran medida en el de Pinochet. Sin embargo, gracias a las fuertes tradiciones cívicas de la derecha turca, los militares acabaron aceptando gobernar junto a los civiles a partir de 1983, excepto en el Kurdistán turco. En ese momento, oficiales militares entrenados y financiados por Estados Unidos se aliaron con los florecientes señores de la guerra y obtuvieron el control de facto del este y el sudeste del país, desplegando algunas de las técnicas de contrainsurgencia más brutales de la Guerra Fría contra los izquierdistas y los insurgentes kurdos. A mediados de la década de 1990, esta campaña se convirtió en una guerra civil a gran escala. El gobierno civil cambió de manos varias veces, pero las administraciones elegidas no pudieron, o no quisieron, desescalar el conflicto.
Tras la caída del Bloque del Este, la campaña de contrainsurgencia de los militares resultó en gran medida redundante en la mayor parte del país, pues ya no había un movimiento socialista organizado que reprimir. Pero la creciente popularidad de las fuerzas guerrilleras kurdas prolongó su vida útil en el este. El Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK) se convirtió en el actor más poderoso de la resistencia kurda, una vez que todos sus competidores, armados o pacíficos, fueron erradicados; en la actualidad, sigue enzarzado en un conflicto permanente con el gobierno central. En total, la violencia ha dejado en torno a 40.000 muertos y ha creado una herida étnica entre turcos y kurdos que sigue sin cicatrizar. También ha servido para marginar a las fuerzas democráticas del país. El breve auge de los movimientos estudiantil, feminista, ecologista y obrero, que se desplegó entre 1987 y 1995, fue incapaz de sobrevivir en estas duras condiciones y no logró ofrecer una visión unificadora del país.
La guerra civil descabaló, pues, cualquier bloque político capaz de cuestionar la sumisión de Turquía a Occidente. Como sucede con los niños negros o hispanos en las escuelas blancas estadounidenses, Turquía pasó a desempeñar el papel de “minoría simbólica” en la Fortaleza Europa y la OTAN. Su proximidad a estas instituciones se presentó como prueba de que el imperialismo liberal era más tolerante con las diferencias religiosas, étnicas y raciales de lo que parecía. Turquía proporcionó tropas para la ocupación de Afganistán y desempeñó un papel auxiliar en la conquista de Iraq, lo cual hizo más difícil para los críticos enmarcar estas guerras como cruzadas anti-musulmanas.
A medida que el consenso pro-occidental del país se calcificaba en el nuevo milenio, resultó prácticamente imposible organizar una oposición progresista a la adhesión a la Unión Europea, considerada tanto por los liberales como por sectores de la izquierda como la esperanza más realista para democratizar el sistema político turco. Las críticas a la Unión Europea quedaron relegadas principalmente a los nacionalistas de extrema derecha y a los ultra-kemalistas, mientras que la pertenencia a la OTAN se consideraba innegociable. Miles de personas acudieron a protestar contra las guerras de Palestina, Iraq y Afganistán, pero la mayoría se abstuvo de exigir la retirada de Turquía de las organizaciones militares y de seguridad dirigidas por Occidente.
En esta coyuntura, los islamistas turcos comenzaron a desmarcarse del pro-occidentalismo de la clase política secular. Desde la década de 1970 hasta la de 1990, los islamistas cuasi tercermundistas se habían organizado bajo las banderas del Partido de Salvación Nacional (MSP) y del Partido del Bienestar (RP), mientras que las comunidades islámicas pro-OTAN habían votado predominantemente a los partidos mayoritarios. Sin embargo, la integración de la pequeña base mercantil del MSP-RP en los mercados mundiales inició un proceso de liberalización política y cultural, allanando el camino para las políticas descaradamente pro-occidentales del AKP. Fundado en 2001, el AKP consiguió unir estas dos facciones del voto musulmán, reuniéndolas en un bloque orientado hacia Occidente. Mientras que el anterior establishment islámico había presentado elaboradas justificaciones teológicas para apoyar a la OTAN, el AKP, cada vez más burgués, tuvo menos necesidad de la exégesis escritural. Su ideología, más neo-otomana que islamista, era una mezcla de discursos pragmáticos, conservadores e imperiales. Ahmet Davutoğlu se convirtió en el principal ideólogo de este nuevo islamismo. Antiguo profesor de Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales, fue asesor de Erdoğan en la década de 2000, luego ministro de Exteriores entre 2009 y 2014 y, finalmente primer ministro hasta 2016.
Sin embargo, dos acontecimientos alterarían el cálculo geopolítico del AKP a principios de la década de 2010. El primero fue la crisis financiera mundial. Después de 2008, el gobierno turco ya no pudo contar con el flujo de dinero caliente procedente del exterior y recurrió cada vez más a las herramientas del capitalismo de Estado, que casi siempre fueron de la mano de la expansión del aparato militar. Este giro en pro de un capitalismo de Estado comenzó a socavar el imperialismo liberal de Davutoğlu, aunque de forma imperceptible al principio. El control político-militar de la industria erosionó la independencia formal de la burguesía religiosa de la que dependía la política pro-occidental de Davutoğlu. Poco a poco, las perspectivas de Turquía en el exterior comenzaron a cambiar con estos reajustes internos.
El segundo factor decisivo fue la Primavera Árabe. En 2011, inicialmente pareció que se abría una apertura para el modelo de poder blando propiciado por Davutoğlu, que pretendía exportar pacíficamente el modelo turco, primero, a las naciones árabes, y luego al resto del mundo musulmán. El AKP esperaba que las revueltas afianzaran su oposición binaria favorita, esto es, la existente entre liberales islámicos y dictadores seculares. Con este planteamiento en mente, Erdoğan visitó Egipto, acompañado por un ejército de empresarios turcos, con la esperanza de obtener un mayor acceso a los mercados de Oriente Próximo. Sin embargo, la sectarización de las revueltas impidió este resultado. En Siria y Yemen, como en otros lugares, los disturbios civiles degeneraron en guerras entre poblaciones suníes y chiitas. Esto, a su vez, hizo que el AKP abandonara su sueño de influencia panislámica y volviera a su posición anti-chiita por defecto, armando a grupos suníes asesinos en toda la región. Al mismo tiempo, el AKP respondió al creciente movimiento por la autonomía regional kurda integrando a los Lobos Grises, así como a algunos de los soldados ultra-kemalistas que había purgado a finales de la década de 2000, en su coalición de gobierno. Estas fuerzas militaristas procedieron a lanzar innumerables incursiones en territorio iraquí y sirio. En este nuevo mundo, el proyecto liberal-democrático de Davutoğlu quedó obsoleto, sus relaciones con Erdoğan se deterioraron y se vio obligado a dimitir en 2016.
A diferencia de la era de Davutoğlu, el último avatar del AKP carece de una base ideológica sólida para fundamentar su política exterior. Los erdoğanistas se han visto obligados a adoptar los temas cuasi tercermundistas del islamismo de antaño, al tiempo que han intentado conciliarlos con la perspectiva imperialista de la derecha turca, que suele manifestarse en fantasías de revivir el Imperio Otomano, unir las naciones turcas de Asia con Turquía, o construir una unidad pan-islamista a escala mundial. En los últimos años, el AKP ha recurrido a estos temas de forma ad hoc y no sistemática. Los periódicos islamistas de Turquía están plagados de análisis, basados embarulladamente en la teoría de los sistemas-mundo y otras escuelas de pensamiento anti-imperialistas, de las alternativas chinas, rusas, iraníes y latinoamericanas a la hegemonía de Estados Unidos. No se glorifica a ninguna de estas naciones (de hecho, se considera a Irán como el archienemigo chiita de Turquía), sino que se consideran experimentos importantes de los que Turquía podría aprender y extraer lecciones. Una política concreta que ha surgido de este panorama ideológico desarticulado es el llamado proyecto de la “Patria azul”, que pretende redefinir el Mediterráneo oriental (que incluye el Mar Negro y el Mar de Azov, y se extiende hasta Túnez) como una posesión suní-turca. La ambición actual del AKP es poner bajo su control los recursos naturales y las rutas comerciales de esta región.
A través de esta mezcolanza de referencias, Turquía puede considerar a Rusia como un socio legítimo y, sin embargo, exhibir un intenso recelo ante sus decisiones de política exterior. El AKP afirma que no tiene que elegir entre Rusia y Estados Unidos, sino puede llegar a acuerdos con Putin y al mismo tiempo presentarse como el salvador de Ucrania. Sin embargo, este tipo de discurso contradice la verdadera posición geopolítica de Turquía, que sigue dependiendo militar y económicamente de Occidente y, en menor medida, del sector energético ruso y de la riqueza petrolera árabe. El giro del régimen en pro del capitalismo de Estado puede haber liberado determinados recursos para maniobrar de forma independiente, pero la economía turca sigue hallándose muy restringida por sus rutas comerciales y los acuerdos vigentes con sus socios. Así pues, Turquía carece de una base fiable para emprender aventuras imperiales. Sin un capitalismo de Estado robusto y una visión intelectual sólida, los aspirantes a imperialistas del AKP no pueden afirmar su control sobre el Mediterráneo oriental, ni sobre determinadas partes de Oriente Próximo y el Cáucaso, en las que Turquía ha hecho algunas incursiones breves e ineficaces. A la hora de la verdad, las políticas más importantes de Turquía se deciden en otros lugares. Por ejemplo, a finales de septiembre de 2022, Erdoğan se vio obligado a seguir la línea de Washington y retirarse de un sistema de pagos dirigido por Rusia, a pesar de los efectos nocivos de esta decisión en la economía nacional.
Sin embargo, la falsa afirmación de independencia estratégica del AKP sigue rindiendo evidentes beneficios. La promesa de Erdoğan de que Turquía se convertirá en una potencia imperial, fortalecida por sus operaciones en Siria e Iraq, ayuda a galvanizar a su base derechista y a desarmar a la oposición. Los kemalistas, todavía representados principalmente por el CHP, las ramas seculares de los Lobos Grises (İyi Parti) y los islamistas liberales (el Partido de la Democracia y el Progreso –DEVA-, de Ali Babacan, y el Partido del Futuro -Gelecek Partisi-, de Ahmet Davutoğlu), se alinean tras el AKP siempre que la “seguridad nacional” está en juego. Al no articular una política exterior alternativa, estas fuerzas tenazmente pro-OTAN ofrecen poco más que una revitalización de los primeros años del AKP, cuando la democracia liberal, el libre mercado y el atlantismo eran artículos de fe. Dado lo mucho que ha cambiado el mundo desde 2002, es dudoso que esto pueda constituir una visión de gobierno adecuada para la década de 2020.
En el plano internacional, además, el principal beneficio de la política exterior del AKP es ganar tiempo mientras el imperio estadounidense declina y sus rivales avanzan a un ritmo imprevisible. Los erdoğanistas esperan que la iniciativa china de la “Nueva Ruta de la Seda” proporcione nuevos recursos a Turquía y una mayor libertad frente a Occidente. Determinados miembros del círculo restringido de Erdoğan piensan incluso que Turquía podría un día replicar el camino chino hacia el desarrollo. Sin embargo, el partido se ha abstenido hasta ahora de adoptar cualquier tipo de supervisión de los principales sectores industriales al estilo chino. También en este caso, el aplazamiento del reconocimiento definitivo del lugar ocupado por Turquía en las arenas movedizas del capitalismo mundial es la mayor fortaleza de la estrategia del AKP. Todavía no sabemos a dónde nos conducirá todo esto a la postre. Pero está claro que de la confusa visión del mundo de Erdoğan no saldrá ni un anti-imperialismo dotado de fundamento, ni la capacidad de intervenir en la rivalidad inter-imperialista.
FUENTE: Cihan Tuğal / Sidecar (blog de la New Left Review) / El Salto Diario
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